Una provincia escondida tras la arrogancia presidencial
El gobernador Kicillof debería agradecerle al presidente Milei. Le ha servido en bandeja un triunfo electoral que, además de avivar sus ensoñaciones presidenciales, le dio al mandatario bonaeren...
El gobernador Kicillof debería agradecerle al presidente Milei. Le ha servido en bandeja un triunfo electoral que, además de avivar sus ensoñaciones presidenciales, le dio al mandatario bonaerense la posibilidad de disimular y esconder una gestión teñida de opacidad e ineficiencia.
Con una asombrosa combinación de arrogancia, prepotencia, soberbia y agresividad, el oficialismo libertario debilitó en menos de dos años el crédito que le había dado una parte de la sociedad, al menos en el distrito que aporta casi el 40 por ciento de los votantes del país. Al mismo tiempo, provocó un sentimiento de decepción y rechazo en muchos que lo habían votado en el balotaje de 2023 y que apoyan las políticas de saneamiento fiscal, realineamiento internacional y orden en el espacio público después del proceso devastador que llevó adelante el kirchnerismo tanto en la economía como en el entramado social y la calidad de los servicios públicos.
El inédito desdoblamiento de la elección bonaerense hubiera sido, en un contexto político más o menos normal, una valiosa oportunidad para discutir los problemas de la provincia. Hubiera aflorado, inevitablemente, un debate sobre la oscuridad de la Legislatura, que después del caso Chocolate ha decidido pasar prácticamente a la clandestinidad: no rinde cuentas, no se deja auditar, no respeta el reglamento, vota entre gallos y medianoche, prácticamente no sesiona y limita la cobertura de la prensa, todo ante la indiferencia y la complicidad del Ejecutivo provincial. Aunque se elegían, precisamente, los legisladores que se integrarán el 10 de diciembre a ese corroído cuerpo institucional, su sordidez no formó parte, ni siquiera tangencial, del debate electoral.
La campaña bonaerense era un escenario propicio para discutir los temas más sensibles para el ciudadano común: la inseguridad, la educación, la salud, la equidad y la razonabilidad impositiva. Era, también, una oportunidad para plantear debates más sofisticados: ¿no debería la provincia ir a un sistema legislativo unicameral?, ¿no habría que analizar un esquema de regionalización que atenúe el desequilibrio que implica que en el uno por ciento de su superficie vivan dos tercios de su población?, ¿no habría que discutir la fragilidad de un Poder Judicial en el que la Suprema Corte funciona con menos de la mitad de sus integrantes?
Durante la campaña nadie mencionó la crisis estructural del IOMA, que se agravó durante los seis años de Kicillof al extremo de dejar a más de dos millones de afiliados en una situación de extrema desprotección y vulnerabilidad, con una cobertura cada vez más débil y una contraprestación cada vez más anémica para los médicos. Nadie puso en discusión el régimen tributario de ARBA, con arbitrariedades e inequidades en el Inmobiliario y en Ingresos Brutos que generan serios perjuicios al contribuyente de clase media. Ni siquiera se aludió al vicioso sistema provincial de fotomultas, atravesado por la corrupción y convertido en una gigantesca caja negra que les mete a los ciudadanos las manos en los bolsillos. No se discutió sobre el negocio del juego en la provincia, que ha favorecido la proliferación de bingos en conexión con un vidrioso entramado de financiamiento político. Nadie se refirió al calamitoso estado de los caminos rurales ni al problema crónico de las inundaciones en el conurbano. Tampoco se habló del régimen de coparticipación que arrastra una distorsión histórica en perjuicio de la provincia ni sobre la bomba de tiempo que se incuba en el IPS, con un desbalance entre aportantes y beneficiarios que convierte en insostenible al sistema jubilatorio provincial. Tampoco se aludió a los resultados de las pruebas PISA en las escuelas bonaerenses, ni al colapso de las guardias en los hospitales públicos, ni al peligroso desborde del sistema penitenciario, ni a la penetración narco en las periferias urbanas.
¿Cómo pudieron esconderse tantos elefantes en una baulera? Milei lo hizo. La elección bonaerense se convirtió en un plebiscito sobre la gestión nacional. Fue un vehículo para que un sector importante de la sociedad le marcara un límite y expresara su rechazo a un presidente que ha concebido el insulto como herramienta de gobierno, que ha mostrado una chocante insensibilidad frente al costo doloroso de un ajuste sin dudas necesario y que se ha regodeado en la descalificación y la humillación del adversario con un nivel de soberbia y patoterismo que hasta ha hecho pasar por humildes, sensatos y caballeros a los últimos campeones políticos de la prepotencia, el cinismo y la arrogancia.
El domingo pasado no hubo un voto de adhesión ni de apoyo a Kicillof, aunque su triunfo político es nítido e innegable. Hubo un voto castigo y un enérgico llamado de atención a un presidente que ha cavado grietas, ha cultivado los antagonismos y ha ejercido la desmesura de agraviar, desde el poder, a artistas, economistas, opositores, periodistas, gobernadores y hasta aliados naturales, transgrediendo, incluso, los límites de la buena educación para caer en algo peor que la guaranguería: insultó a personas en el día de su muerte; festejó la desgracia ajena; señaló por Twitter a un joven con autismo; convalidó ataques deleznables, como los del temerario Gordo Dan; dejó con el saludo en el aire a dirigentes que ejercen una representación institucional; descalificó y hasta humilló a su propia vicepresidenta. Estigmatizó, además, a núcleos sociales que lo habían votado en el balotaje: “ñoños republicanos”, “tibios cobardes”, “viejos meados”. Practicó el bullying de Estado. Todo eso, con el respaldo de patotas digitales avaladas desde el poder. Se ha caído, en definitiva, en una falta de civilización política y en una insensibilidad que hasta roza, por momentos, la ausencia no ya de cortesía, sino de lisa y llana humanidad.
Un presidente tiene derecho a la franqueza, a la vehemencia, a la réplica áspera y a la confrontación dura. No tiene derecho al insulto ni a la agresión, mucho menos frente a ciudadanos comunes y corrientes, que se sienten avasallados por el poder del Estado.
El resultado de la elección bonaerense muestra un rasgo saludable: una parte importante de la ciudadanía ha reaccionado contra ese tono violento, arrogante y pendenciero que ha teñido el discurso oficial. Es, seguramente, un sector que valora la baja de la inflación, entiende la importancia fundamental del equilibrio fiscal y comprende la necesidad de un ajuste que acomode las cuentas públicas y achique la burocracia. Pero no está dispuesto a sacrificar en el altar de la economía las reglas básicas de la convivencia. Prefiere quedarse en su casa (lo hicieron cuatro de cada diez bonaerenses en condiciones de votar) u optar, provisoriamente, por un espacio opositor en una elección en la que no se jugaba el rumbo final de las cosas. Si se miran los datos de La Plata, por ejemplo, se verá que el mayor índice de ausentismo electoral se produjo en el casco céntrico, donde era más fuerte el electorado de Pro. Kicillof fue, en este caso, beneficiario coyuntural de un “voto castigo”, similar al “voto bronca” contra el kirchnerismo del que se benefició Milei hace apenas 22 meses.
No solo han tallado las ofensas y las agresiones. Es evidente que también ha pesado en el resultado electoral una economía que, si bien ha tendido a ordenar algunas variables claves, todavía luce anémica, con inversiones que no terminan de llegar, una confianza que se muestra reticente, una rueda crediticia que no gira con fluidez y una tasa de crecimiento demasiado despareja. Ha influido, a la vez, un relato que empieza a mostrar sus inconsistencias: se anunció con bombos y platillos “la eliminación de la AFIP” y al final fue solo un cambio de nombre. Se alardeó con la desaparición de los registros del automotor, y ahí están los ciudadanos, sacando turnos y haciendo filas para hacer trámites en esas oficinas que, supuestamente, iban a dejar de existir. Se propuso un combate contra “la casta” y contra “los que destruyeron la provincia”, mientras se le asegura una poltrona en el gobierno a un exgobernador, exvicepresidente y excandidato presidencial del kirchnerismo. Se repudió el sectarismo de 6,7,8 para terminar creando Fake 7,8, otro intento de imponer una “verdad oficial”. Se reaccionó ante la rigidez y el dogmatismo de la “cultura woke” con una rigidez y un dogmatismo de signo ideológico contrario. Se prometió una regeneración ética y todavía resuenan los inexplicados audios de Spagnuolo y el oscuro entramado del caso $LIBRA.
Se encararon temas complejos y sensibles, como el de las universidades y el Garrahan, con motosierra y brocha gorda. Y se lo hizo sin proponer diálogo, sin buscar aliados, sin ampliar ni refinar el debate con interlocutores que superaran la indigencia del eslogan y la provocación en las redes. Se rompieron puentes y se dinamitaron alianzas. Se maltrató y despreció a los gobernadores y a dirigentes que querían ayudar. Se propuso la lógica de “esclavo o enemigo” y se llegó a la humillante sobreactuación de exigirles a socios políticos que se calzaran un buzo violeta, en una especie de vergonzosa rendición y una postal grotesca de sometimiento y uniformidad. Se confundió, además, a los empleados públicos con los ñoquis, como si fuera todo lo mismo, y en la embestida contra el Estado y la obra pública, se despreció la importancia de los servicios públicos de calidad. ¿Qué podía salir bien? Es cierto que algunos manuales de la política tradicional quedaron desactualizados con la llegada de Milei. Pero las leyes de la física y las reglas del sentido común todavía, que se sepa, no dejaron de regir.
¿Cómo se reposiciona el Gobierno tras semejante revés? Las primeras señales son contradictorias. El discurso presidencial del domingo a la noche contuvo algunas notas alentadoras: reconoció errores, no minimizó la derrota, anticipó una autocrítica. Los pasos posteriores han tenido gusto a poco: no hubo recambios, se apeló al gastado recurso de “conformar una mesa” y se propuso un diálogo vago con gobernadores, sin precisar la agenda ni los términos de esa conversación. Tal vez sería esperanzador ver algunos gestos simbólicos pero concretos. ¿No podría convocar el Presidente al senador Juez y pedirle disculpas por el agravio gratuito de los matones digitales avalados por el Gobierno? ¿No podría retirar el tuit contra el joven con autismo y al que ha estigmatizado como un activista político? ¿No podría reemplazar algunos de sus estrambóticos viajes al exterior por visitas a las provincias y conversaciones francas con ciudadanos de a pie? ¿No debería eludir la soledad peligrosa y confortable del palacio, donde abundan la adulación y la obsecuencia? ¿No sería oportuno dar una conferencia de prensa en lugar de esas largas sobremesas, entre risotadas y autocelebraciones, con penosos streamers oficialistas?
La salida tal vez no esté en los manuales de alta política ni en los grandes teóricos del poder, sino en la estrofa perdida de un cantautor y poeta popular, como fue Alberto Cortez: “Aprender a escuchar, esa es la clave/ Si se tienen intenciones de saber”.
Nunca es tarde para ejercitar la humildad ni para corregir errores. Ojalá veamos a un presidente que se baja del caballo y escucha a la ciudadanía.