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Un gobierno empoderado y gradualista impulsa un debate anacrónico

El año tiende a terminar de manera muy similar al anterior: con un gobierno fortalecido y una oposición dividida, ensimismada y resignada, pergeñando tácticas de supervivencia frente a la renov...

Un gobierno empoderado y gradualista impulsa un debate anacrónico

El año tiende a terminar de manera muy similar al anterior: con un gobierno fortalecido y una oposición dividida, ensimismada y resignada, pergeñando tácticas de supervivencia frente a la renov...

El año tiende a terminar de manera muy similar al anterior: con un gobierno fortalecido y una oposición dividida, ensimismada y resignada, pergeñando tácticas de supervivencia frente a la renovada ola violeta. Este clima singular, fruto del sorpresivo resultado electoral, se produce a pesar de que el Gobierno solo ha conseguido logros módicos. Buena parte del electorado prefirió creer que esto fue consecuencia de los obstáculos interpuestos, en especial en el Congreso a partir del segundo trimestre, y no de los flagrantes errores no forzados del propio oficialismo, incluidos los episodios que implicarían potenciales hechos de corrupción. En síntesis, una sólida primera minoría de votantes libertarios eligió ver en Milei una víctima de “la casta” en lugar de un presidente con preocupantes tendencias a cometer chambonadas. Con números incomparablemente más favorables en ambas cámaras, el Gobierno enfrenta ahora el desafío de despejar las dudas y mostrar efectividad y contundencia en el prometido e imprescindible proceso de reformas estructurales. Es, sin embargo, un programa político que huele a naftalina: desde comienzos de la década de 1990 se conoce como el Consenso de Washington, gracias al impulso de John Williamson, un reconocido economista que se propuso, con éxito, sistematizar la experiencia acumulada en un gran número de países para luchar contra la inflación y adecuar las reglas del juego macro y microeconómicas a un mundo en pleno proceso de globalización.

La Argentina implementó parcialmente algunas de las recetas en la primera mitad de esa década, pero luego abandonó esos esfuerzos para mejorar la competitividad sistémica del país en virtud de la obsesión de Carlos Menem por lograr una segunda reelección. Es decir, hace casi tres décadas que ignoramos el menú de políticas económicas que prácticamente todos los países democráticos y desarrollados adoptaron en el último medio siglo, con las desastrosas consecuencias que padecimos en materia de estanflación, incremento de la pobreza y disminución de la calidad de vida. Muy pocas naciones experimentaron una reversión similar hacia el populismo estadocéntrico (Venezuela, Bolivia, parcialmente Ecuador aunque sosteniendo la dolarización). México sufrió una regresión política y en parte económica con la llegada de AMLO primero y Claudia Sheinbaum después, aunque el neopriísmo de Morena implicó un deterioro en cámara lenta, excepto el estrepitoso fracaso en materia de seguridad pública.

El debate sobre las reformas progresó significativamente, tanto en la región como en el mundo. Se habla ahora del Consenso de Londres 2025, un conjunto de principios para el siglo XXI presentado en un reciente volumen editado por Tim Besley, Irene Bucelli y Andrés Velazco, docentes de la London School of Economics, que surge de una reflexión crítica respecto del Consenso de Washington por ignorar factores sociales e institucionales, fundamentales para impulsar el progreso económico inclusivo y sustentable. Los autores enfatizan la cuestión del bienestar con una perspectiva integral (no solo material). Incluyen cuestiones como el estatus social, el respeto y el reconocimiento público, en parte vinculado a la existencia de derechos y acceso a la justicia. También señalan la importancia de las políticas de innovación para impulsar el crecimiento y la necesidad de desarrollar capacidades que impliquen resiliencia frente a la volatilidad y los shocks externos. Así, la “mejor” combinación de reformas económicas no tendrá el impacto buscado sin un sistema político de calidad que garantice la vigencia del Estado de Derecho. El mejor ejemplo de las limitaciones de este sesgo economicista anacrónico es Perú: predomina el orden monetario y fiscal, pero sufre por la inexistencia de un sistema político mínimamente estable y funcional. También hace tiempo que los países desarrollados discuten nuevas políticas industriales. El economista turco Dani Rodric tiene propuestas muy sugerentes en esta materia, totalmente alejadas del proteccionismo clásico.

Ninguna de estas cuestiones forma parte del debate actual en nuestro entorno. El Presidente declama su fe en las reformas estructurales, pero sin que se hayan registrado avances. El Gobierno puso foco en un plan de estabilización que, a los tumbos, permitió ir desacelerando la inflación, por mucho tiempo la principal preocupación de los argentinos. Ahora está en torno del 30% anual, un umbral casi siete veces superior al promedio en la región, exceptuando Venezuela. Bolivia vive una crisis económica considerada terminal, que explica el colapso del MAS de Evo Morales, como consecuencia de una dinámica inflacionaria similar a los niveles de nuestro país: lo que para nuestros vecinos es un entendible espanto, a nosotros nos produce una plácida sensación de tranquilidad. La tarea de estabilizar la economía está lejos de haber sido concluida y los especialistas aseguran que viene la etapa más compleja: llegar primero a un dígito anual y bajarlo luego todo lo posible hasta converger con el promedio mundial.

En paralelo, el Gobierno tampoco concretó las promesas respecto de un genuino compromiso con la desregulación: fue una marcha segmentada, zigzagueante y parcial debido a, entre otras cosas, una serie de medidas cautelares y rechazos parlamentarios que revirtieron o congelaron los impulsos liberalizadores. El Ministerio de Desregulación y Privatizaciones, liderado por Federico Sturzenegger, funcionó como un emisor de luces de bengala que señalizaba hacia dónde pretendía dirigirse Milei con su utopía de sociedad desestatizada. Con esfuerzos fugaces y un impacto limitado en la práctica, avanzó en varias áreas. En algunas, como la industria aerocomercial (la política de cielos abiertos), las importaciones de autos híbridos y eléctricos, el absurdo sistema de registro automotor o el comercio electrónico, se lograron efectos rápidos y relevantes. Pero vencida la delegación de facultades que otorgaba la denominada Ley Bases, el balance es magro. Por ejemplo, en materia de la política de privatizaciones, solo se avanzó con la empresa Impsa en febrero de este año (había sido estatizada durante el gobierno anterior para evitar su quiebra). Más: trascendió que esta administración estaría revisando los planes para privatizar Fabricaciones Militares, para buscar asociaciones puntuales con el sector privado. Vale la pena recordar que Donald Trump impulsa el ingreso del Estado norteamericano como accionista de empresas líderes en el área tecnológica, incluida la inteligencia artificial. ¿Buscará Milei emular a su par norteamericano también en este aspecto?

La expectativa, sin embargo, se centra en las reformas estructurales. El Presidente varias veces aseguró que su administración ya había implementado cientos de ellas, en un uso cuestionable o directamente incorrecto de un término que tiene, de acuerdo con la literatura especializada, una aplicación muchísimo más restringida: la política fiscal/tributaria, monetaria, comercial, financiera, previsional, laboral y de la administración pública. Podría incluirse la cuestión de la salud por su enorme impacto en el gasto público y, en países federales, el régimen que reparte recursos con los Estados provinciales. Como mucho, una decena de áreas de política pública. Lo llamativo es que con todo el poder acumulado y frente a un año sin elecciones, Milei se autolimita a impulsar las reformas tributaria y laboral. Al margen de los títulos, de acuerdo con lo trascendido, en ambos casos el enfoque predominante es muy gradualista. ¿Por qué se aplazó el debate sobre la cuestión previsional, determinante en términos fiscales? La “profunda revolución libertaria” tiende a parecerse demasiado a un programa de gobierno de cuño reformista, casi menchevique. Escenas de larretismo explícito.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/un-gobierno-empoderado-y-gradualista-impulsa-un-debate-anacronico-nid28112025/

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