Un Chile agobiado y frustrado tras el estallido social vuelve a inclinarse hacia la derecha en busca de orden
SANTIAGO, Chile.– Un pedestal sin jinete. La ausencia de la estatua del general Manuel Baquedano y su caballo Diamante en la emblemática plaza que lleva su nombre es hoy uno de los pocos rastros...
SANTIAGO, Chile.– Un pedestal sin jinete. La ausencia de la estatua del general Manuel Baquedano y su caballo Diamante en la emblemática plaza que lleva su nombre es hoy uno de los pocos rastros ineludibles del estallido social chileno. En 2021, tras un intento de vandalización e incendio por parte de manifestantes que la veían como un símbolo del orden y del poder militar, las autoridades decidieron retirarla. Desde entonces, el pedestal quedó vacío, mientras la plaza —en obra desde hace un año— permanece rodeada de vallas y maquinaria pesada.
Cuesta imaginar que, hace exactamente seis años, este mismo punto neurálgico de Santiago fue el epicentro de las protestas más masivas de la historia reciente de Chile, un escenario que por momentos se asemejó a un verdadero campo de batalla: columnas de humo elevándose desde las esquinas, estaciones de metro destruidas, barricadas ardiendo y una densa nube de gas lacrimógeno cubriendo la rotonda.
“Yo participé de las protestas, de las familiares y de las violentas, por el abuso económico”, recuerda en diálogo con LA NACION Cristian Bustos González, un obrero de 42 años que hoy trabaja en la misma plaza a la que acudió en 2019 como manifestante.
La memoria también atraviesa a una generación más joven. Vicente Andrade, estudiante de Antropología de 19 años, era un niño cuando estalló la crisis, pero asegura que ese momento marcó su vida y la del país. “Mis compañeros más grandes participaron; incluso una amiga fue torturada en la estación Baquedano”, cuenta.
Ese entramado de recuerdos, frustraciones y expectativas convive hoy con un clima político muy distinto. Porque, más allá de lo que opinen Bustos, Andrade o quienes vivieron el estallido desde distintos lugares, la campaña avanza en una dirección diferente: la seguridad eclipsó a la justicia social, el orden desplazó a la épica transformadora y las encuestas anticipan que la derecha llega mejor posicionada que la izquierda a las elecciones.
Según la última encuesta Plaza Pública Cadem antes de la veda (26 de octubre), Jeannette Jara, dirigente del Partido Comunista y abanderada de la izquierda, encabeza la carrera con 30%, seguida por José Antonio Kast, candidato de la derecha conservadora del Partido Republicano (PR), con 22%.
Más atrás se ubican Johannes Kaiser (15%), candidato de la derecha radical por el Partido Nacional Libertario (PNL); Evelyn Matthei (14%), heredera política de Sebastián Piñera y referente de la centroderecha ligada a la Unión Demócrata Independiente (UDI); y Franco Parisi (12%), abanderado del Partido de la Gente.
El sondeo del CEP, publicado un día después, muestra un escenario aún más estrecho: Jara y el postulante republicano aparecen empatados con 23% cada uno. Pueden variar los números, pero todas las encuestas coinciden en un punto central: cualquier candidato de derecha que llegue al balotaje parte con ventaja y aparece hoy como el favorito para convertirse en el próximo inquilino de La Moneda.
El contraste con la elección de 2021 es evidente. Kast viene de perder frente al actual presidente Gabriel Boric, dirigente del Frente Amplio y referente de la izquierda progresista. Pero el país de entonces era otro: Chile seguía atravesado por las secuelas del estallido social. La protesta por el alza del boleto del metro había encendido una chispa que se expandió por todo el país, alimentada por reclamos sobre el costo de vida, las pensiones consideradas miserables, la desigualdad estructural y un modelo heredado de la dictadura de Augusto Pinochet, donde el agua, la salud y la educación funcionan bajo lógicas intensamente privatizadas.
Fue en ese clima de convulsión que Piñera impulsó el acuerdo para una Convención Constituyente como salida institucional a la crisis. En el plebiscito de octubre de 2020, la propuesta de redactar una nueva Constitución recibió un respaldo histórico: 78% votó Apruebo. Ese resultado, el más amplio del ciclo político reciente, cristalizó el anhelo de cambio. Boric —uno de los ex dirigentes estudiantiles que habían acompañado las protestas— supo capitalizar esa energía cuando lanzó su candidatura presidencial. Su triunfo se apoyó en una coalición diversa de jóvenes, sectores urbanos y votantes movilizados por la promesa de un nuevo pacto social. Llegó al poder en un contexto de expectativas desbordadas, con la Convención ya instalada y la idea de un nuevo Chile todavía viva en el imaginario colectivo.
El fracaso de la constituyentePero ese impulso inicial duró poco. La Convención comenzó a debilitarse rápidamente, y lo que se proyectaba como un paso decisivo hacia la refundación del país terminó convirtiéndose en una dura derrota para las fuerzas progresistas.
“Creo que el fracaso está muy relacionado con las expectativas creadas por el gobierno del presidente Boric y el error de lo que significó condicionar el resultado a un proceso que, la verdad, fue un desastre por donde se le mire, con propuestas muy alejadas de la realidad social e histórica de Chile”, dice a LA NACION Rodrigo Arellano, vicedecano de la Facultad de Gobierno de la Universidad del Desarrollo (UDD).
Uno de los factores que más dañó la imagen pública de la Convención fue lo que muchos denominaron “la política del espectáculo”. Para constituyentes provenientes del activismo, la performatividad era una extensión natural de su trayectoria; para un sector del electorado, en cambio, comenzó a percibirse como falta de seriedad. Episodios como la entrada de convencionales disfrazados de Pikachu o dinosaurio, la idea de modificar el himno nacional o el escándalo del constituyente que mintió sobre un cáncer reforzaron esa sensación de desprolijidad.
A ese desgaste simbólico se sumaron las controversias de fondo. Propuestas como el Estado plurinacional, los sistemas de justicia indígena con cierto grado de autonomía, la creación de regiones autónomas, la eliminación del Senado o la paridad permanente generaron preocupación en sectores amplios. Muchas ni siquiera respondían directamente a los reclamos del estallido y, aunque varias fueron moderadas posteriormente, terminaron siendo percibidas como transformaciones demasiado aceleradas o poco claras.
“El fracaso de ese proceso generó una desilusión tremenda con toda la idea de grandes cambios. Hubo también un agotamiento respecto de cómo transmitir las demandas. Es como si las élites hubieran fracasado en responder a esa demanda de una manera muy brutal”, explica a LA NACION Gabriel Negretto, profesor del Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid.
Y aunque el segundo proceso constituyente —liderado por la derecha— también terminó rechazado, el golpe para la izquierda fue mayor. “La izquierda venía con las promesas más grandes. El segundo fracaso solo confirmó la desilusión del primero. Además, quienes lideraron el proceso original estaban muy desprestigiados y, en muchos casos, eran muy cercanos al gobierno de Boric”, sostiene Negretto.
A ello se suma que el gobierno tampoco logró concretar sus reformas estructurales. Sí hubo algunos avances —notablemente en el Ministerio del Trabajo, donde Jara fue una de las ministras mejor evaluadas del gabinete—, entre ellos la aprobación del aumento gradual del salario mínimo hasta 500.000 pesos, la implementación de la ley de 40 horas laborales, la reforma al sueldo mínimo para trabajadoras de casa particular y el fortalecimiento de la negociación colectiva. Fueron hitos relevantes dentro de un gobierno con escasos triunfos legislativos, pero aun así insuficientes para sostener la gran transformación que había prometido el oficialismo.
Nuevos reclamosSeis años después del estallido, la agenda pública cambió por completo. “Todas esas discusiones sobre justicia social quedaron rezagadas. La generación que llegó prometiendo esos temas ha tenido que gobernar con asuntos mucho más materiales: seguridad y economía”, sintetiza el académico de la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez (UAI) Cristóbal Bellolio.
“Primero seguridad y después economía. Esa es la prioridad ciudadana y quienes más partido le sacan son los candidatos de la derecha y la derecha radical”, apunta Gilberto Aranda, profesor titular de la Universidad de Chile.
Ese giro también se percibe en la ciudadanía, donde el temor y la sensación de desorden pesan más que las antiguas demandas del 2019. “Yo no participé del estallido; estaba totalmente en desacuerdo. Desde ese momento el país cambió completamente. No se ha podido gobernar ni recuperar la tranquilidad. Nuestra seguridad está pésima. Carabineros quedó ninguneado y lo que necesitamos es más protección”, dice Carolina, publicista de 40 años, mientras realiza una acción promocional en el barrio de Providencia.
Ana, ama de casa de 69 años, coincide en que el estallido marcó un punto de quiebre y recuerda esos meses con miedo y una sensación persistente de vulnerabilidad. Desde el exclusivo centro comercial Parque Arauco, afirma que “desde entonces todo empeoró”, sostiene que el país “se llenó de inmigrantes de mala clase” y lamenta que Carabineros quedara profundamente desprestigiado tras la crisis.
Ese desgaste de la policía volvió a quedar expuesto en la campaña: en el acto de cierre de Jara de esta semana, los cánticos de “El que no salta es paco ” desataron una ola de críticas de la derecha, que reprochó a la candidata no frenar a sus simpatizantes.
Protestas marcadas por la violenciaLo cierto es que la brutalidad policial de aquellos meses dejó a Carabineros en el centro de la tormenta. La represión durante el estallido dejó más de 30 fallecidos, miles de heridos y cerca de 400 personas con lesiones oculares, además de denuncias por detenciones irregulares y violencia sexual, según organismos como Amnistía Internacional, Human Rights Watch, la ONU y el INDH. Todo esto derivó en un desplome de la confianza pública y en un consenso transversal sobre la necesidad de reformar en profundidad a la institución.
Las cifras judiciales revelan con crudeza la magnitud de la crisis: entre octubre de 2019 y marzo de 2020 se registraron 32.901 casos y 35.146 delitos vinculados al estallido. Un 34% correspondió a violencia institucional ejercida por agentes del Estado y un 31% a saqueos. Hubo 464 víctimas de trauma ocular, de las cuales 230 perdieron la visión, y solo el 4% de las causas terminó en condena.
Uno de los casos más emblemáticos es el de Fabiola Campillai, hoy senadora por la Región Metropolitana, quien el 26 de noviembre de 2019 perdió por completo la visión tras un ataque policial. En diálogo con LA NACION recuerda con detalle aquel día fatídico. Salió de su casa en San Bernardo para tomar su turno de noche en una fábrica de Carozzi. “Tenía una sensación extraña, casi premonitoria”, cuenta.
Mientras esperaba en una parada de colectivo, un carabinero situado a unos 50 metros lanzó una bomba lacrimógena que impactó de lleno en su rostro. El golpe la derribó de inmediato y perdió el conocimiento.
“Perdí mis dos globos oculares aquel día”, relata. Y enfatiza que no se trató de un error, sino de un acto deliberado: “Ellos saben disparar… aun así apuntaron al cuerpo y al rostro”. Además de quedar completamente ciega, sufrió fracturas en el cráneo y múltiples lesiones. Su caso, junto al de Gustavo Gatica, se transformó en uno de los símbolos más potentes de la represión estatal durante el estallido.
Dos años más tarde, Campillai fue elegida senadora tras alcanzar la primera mayoría de la circunscripción de la Región Metropolitana. Aunque pertenece al espacio de izquierda, mantiene una postura crítica hacia el gobierno de Boric, al que acusa de haber dejado de lado las demandas surgidas en 2019. “No se ha hecho nada por la salud, nada por la educación; las pensiones siguen siendo de miseria”, afirma. Y sobre la candidata que respalda, añade: “Esperamos que Jeannette Jara pueda hacer mucho más de lo que hizo el gobierno en estos cuatro años” si llega a La Moneda.
“Yo puedo entender que el gobierno hoy está preocupado por la seguridad… pero eso no da pie a que se olviden todas las demandas que pusimos en las calles”, sostiene.
Por su parte, la derecha ha hecho de la recuperación del protagonismo de Carabineros uno de los pilares de la campaña, intentando capitalizar el clima de inseguridad que domina la agenda pública. Kast propone amnistiar a los carabineros procesados por su rol en el estallido, aumentar el presupuesto policial y despejar toda ambigüedad en el uso de la fuerza. Kaiser va aún más lejos: plantea endurecer el uso de armas letales, crear un cuerpo de élite con facultades extraordinarias e incluso trasladar migrantes irregulares y delincuentes a cárceles en el extranjero, inspirado en el modelo de Nayib Bukele.