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“Todos tenemos una sombra”: Sergio Sinay vuelve al policial negro

La escena se repite una vez más: sentados en torno a una mesa, un tío y un sobrino hablan de libros. Hablan de autores. Hablan de criminales de tinta, de criminales de celuloide (o más bien de p...

“Todos tenemos una sombra”: Sergio Sinay vuelve al policial negro

La escena se repite una vez más: sentados en torno a una mesa, un tío y un sobrino hablan de libros. Hablan de autores. Hablan de criminales de tinta, de criminales de celuloide (o más bien de p...

La escena se repite una vez más: sentados en torno a una mesa, un tío y un sobrino hablan de libros. Hablan de autores. Hablan de criminales de tinta, de criminales de celuloide (o más bien de pixel), de policías ficticios que a veces son honestos y que en general son hombres perturbados a los que eso de “antihéroes” les queda un poco raro. Hablan de redacciones, de editores, de entrevistas, de crónicas, de aquel periodismo que no está tan atrás en el tiempo pero que —casi de un día para el otro— dio un salto cuántico y se transformó en otro periodismo. Hablan de unos colonos y de unos ancestros cuya voz todavía puede escucharse si uno presta atención. Hablan. La conversación es larga; llega desde otro tiempo porque otras generaciones la han iniciado y ahora este tío y este sobrino la retoman por un rato o por unos años, antes de que en el futuro otros tíos y otros sobrinos la hagan suya, la hagan su propio intercambio.

Una idea judía asegura que una cadena de oro une a las generaciones. Durante un tiempo somos los administradores de un saber: una técnica, una filosofía, un puñado de historias o un saber cualquiera. Luego lo legamos. Es nuestra obligación. Esa idea —en yiddish se habla de di goldene keit (“la cadena dorada”)— tiene algo que ver con esta conversación que un tío y un sobrino repiten una vez más, ahora en torno a una mesa, con la excusa de un libro recién editado: la novela Un cana. Ese tío es Sergio Sinay; ese sobrino soy yo.

La conversación es larga; llega desde otro tiempo porque otras generaciones la han iniciado y ahora este tío y este sobrino la retoman por un rato o por unos años, antes de que en el futuro otros tíos y otros sobrinos la hagan suya, la hagan su propio intercambio

Un cana —publicada por el sello Hugo Benjamín— es el regreso de Sergio Sinay al género negro después de diez años (sus últimas novelas habían sido Morir en offside, de 2015, y Noruega te mata, de 2014). Pasó una década, sí, es mucho tiempo. Pero mi tío no se fue a ningún lado: no dejó de escribir. Al contrario, tecleó otras palabras: miles de otras palabras. Es un autor versátil formado en el periodismo (fue director de la edición argentina de Playboy y de la revista dominical de Clarín; hoy publica en La Nación y en Perfil) y en este tiempo continuó enriqueciendo una obra ensayística que gira en torno a los vínculos entre las personas (cuestiones de pareja, psicología del varón, lazos entre padres e hijos, tendencias en nuestra cultura, etcétera), y que incluye libros como Ser padres es cosa de hombres (de 1998) y La sociedad de hijos huérfanos (de 2007). Cuando se pone ese sombrero, Sergio Sinay continúa con una tradición de intelectuales humanistas de mirada amplia, cuya presencia en otras décadas fue más usual que en la era actual, aunque sus voces continúen siendo igual de necesarias.

Pero a veces este escritor dispara desde otro sombrero: el de la novela policial. La historia de Sergio Sinay con este género es, creo, una historia de amor. Se inició en 1975 con Ni un dólar partido por la mitad, quedó en pausa unos años con el exilio argenmex (entre 1977 y 1983) y continuó luego de su regreso a la Argentina con Sombras de Broadway, Dale campéon y Es peligroso escribir de noche: todas son novelas construidas sobre pilares realistas, con palabras descaradamente sucias y personajes que no pierden el tiempo en tonterías.

Todas son novelas construidas sobre pilares realistas, con palabras descaradamente sucias y personajes que no pierden el tiempo en tonterías

A fin de cuentas, de eso se trata el género negro, el noir: Raymond Chandler y Dashiell Hammett son sus próceres, Humphrey Bogart es su rostro, una sociedad sin justicia es su escenario ideal, un hombre triste con una pistola deslucida es su vindicador, el jazz es su melodía (puede que Night and the City —el disco de Charlie Haden y Kenny Barron— sea su himno sin gloria). Un cana, la nueva novela de Sergio Sinay, responde perfectamente a las reglas de ese género, que es un género muy argentino. La novela tiene dos protagonistas: un policía joven e inescrupuloso y otro, retirado y decente; y en una pizzería a lo largo de una noche el joven le cuenta al veterano los detalles de un sangriento plan maestro para hacerse con miles de dólares. El otro escucha y desconfía. No hay mucho más que eso, pero sí, hay algo más, hay un poquito más, y ese poquito más es justamente lo que un lector espera de un noir (no lo vamos a contar aquí). La novela es pequeña, es poderosa.

Con este tipo de tramas y con aquellos ingredientes, Sergio Sinay se hizo un lugar en el noir argentino de la década de 1980, que fue una escuela de autores ejemplares: Ricardo Piglia, Osvaldo Soriano, Juan Sasturain, José Pablo Feinman, Juan Martini, Jorge Manzur, Vicente Battista y el propio Sinay, por ejemplo, posan en una foto que —para quienes somos fans del noir— tiene ahora un relieve casi legendario. Es 1984. Es el bar La Academia. Se hacen llamar “Escritores Policiales Argentinos”.

—Era una generación que escribía policial negro-negro, con pasión, con devoción por los grandes maestros… —dice él.

Le ofrezco un café a mi tío pero está bien así, no quiere café. Ni té. Nada. Estamos en mi casa. En la mesa de la cocina hay apenas un par de cosas: la taza de café que yo sí quise servirme para mí, el teléfono con el que grabo esta conversación, una lapicera, una libreta, un ejemplar de su novela. Todo lo demás son las palabras que aparecerán en el diálogo.

—¿Por qué en este momento de tu carrera volvés al género negro con Un cana?

—La verdad, porque cada tanto me agarra una especie de síndrome de abstinencia muy fuerte y necesito escribir una historia.

Advierte: ésta no es la única. Escribió alguna novela más y varios cuentos de ese policía veterano de Un cana (el personaje decente, a quien Sergio Sinay describe como “una especie de justiciero sui generis que interviene donde la justicia no lo hace y donde los damnificados no tienen poder”). Dice que los publicará alguna vez.

—¿Cómo convive el policial negro con tus ensayos?

—Hay una cosa que existe en los ensayos y en la ficción: es una pregunta que para mí es guía y disparadora: ¿de qué otra manera podría hacer esto? Es como levantarme y sentarme en otra silla, o en la silla del frente, o en la silla del costado, o en una silla más alejada, o en cualquier otro lugar, y decir: ¿desde acá cómo se ve? Roberto Arlt decía: la primera frase tiene que ser un puñetazo en el ojo del lector. Para mí es muy importante la primera frase, porque creo que contiene toda la historia. Si no la encuentro, la historia no termina de consumarse.

 La primera oración de Un cana es de pura cepa noir: “Policía sí, pelotudo no”. Cuatro palabras, nada más. Debe haber pocas combinaciones de cuatro palabras tan eficaces en el género negro

La primera oración de Un cana es de pura cepa noir: “Policía sí, pelotudo no”. Cuatro palabras, nada más. Debe haber pocas combinaciones de cuatro palabras tan eficaces en el género negro. Eso es, entonces, lo que dice el policía joven y codicioso cuando comienza a contarle su plan al otro.

—¿La primera frase de un ensayo también debería tener esra misma potencia?

—No, pero yo creo que siempre tiene fuerza. Hay muchos temas sobre los que escribo o a lo mejor hay más de un ensayo sobre los temas que yo toco. Por eso pienso que la frase inicial tiene que anunciar que acá vamos a mirar algo desde otro lugar.

—A lo largo de tu vida escribiste ensayos, columnas, reportajes… pero ¿qué te da la novela que no te da el ensayo o el periodismo?

—La ficción me da la libertad total de imaginar historias. Porque… ¿Qué es lo que intento transmitir con mis ensayos y qué con la ficción? Con los ensayos quisiera ayudar a pensar. ¿Qué es lo que a mí me producen los ensayos que leo? Me ayudan a pensar y a mantener abierta mi mirada, a ir incorporando otras perspectivas. Y a mí me parece que esto es importante para no enmohecerse en la vida, para no ser prejuicioso, para no quedar enyesado en ciertas ideas. Por otro lado, Elie Wiesel decía que Dios creó al hombre porque le encantaban los cuentos y quería que el hombre le contara algunos. Escribir ficción es responder a ese don que nos fue dado, y uno elige su género. El género negro va buceando y va hundiendo el bisturí en las zonas oscuras de la sociedad, y mostrando lo que la sociedad trata de ocultar. A pesar de ser negro, el noir pone todos esos secretos en blanco, los saca a la luz. Pero primero, lo primero: una buena historia. Un cana es mi novela más minimalista hasta ahora, es la que tiene menos descripciones. De hecho no tiene más que las esenciales. Como, por ejemplo, una que dice: “el mozo se alejó arrastrando los pies en busca de la porción de fainá que los personajes le pidieron”. Si yo digo el mozo se alejó arrastrando los pies, ¿qué más tengo que decir? No hace falta más. Eso es novela negra.

—Volviendo a los ensayos, Perla Sneh, escritora y psicoanalista, dice que la Argentina es un país de ensayistas. ¿Coincidís?

—Sí. El ensayo es un fenómeno flexible. Lo importante es lo que el ensayista pueda volcar ahí adentro. El ensayo es más subjetivo que una investigación académica, y en ese sentido la Argentina es un país de ensayistas: tenemos esta especie de característica que nos lleva a no aferrarnos a los protocolos, a buscar algo diferente. Y en cuanto a ficción, agrego: más que de novelistas, creo que es un país de cuentistas.

—¿Y por qué? ¿Alguna idea?

—Supongo que porque el cuento es más efectista. Es más corto y por lo tanto se puede pasar rápido a la escritura del siguiente cuento o a la lectura del siguiente cuento. Pero no sé tanto el por qué. Es lo que verifico.

—En tu nueva novela hay un larguísimo diálogo entre dos policías argentinos. ¿Cómo te las arreglaste para recrear ese habla?

—He hablado con policías que aparecieron en mi vida. Por ejemplo, el personaje del policía retirado de Un cana nació un día, con un cuento que estaba escribiendo, adonde tenía que poner a un policía de ciertas características y me acordé que yo había hablado una vez con un tal inspector fulano. Ese inspector me dijo: no soy inspector, soy exinspector. Estaba enojadísimo porque teníamos que ir a hacer unas fotocopias de mi documentación. Fuimos caminando y el tipo rengueaba y entonces me contó que había recibido un balazo en la pierna. Yo no soy un tipo especialmente sociable, pero sí tengo algo de facilidad para entablar diálogos honestos con personas que aparecen incluso por un momento. Y así, entre que íbamos caminando dos cuadras lentamente porque él rengueaba, y volvimos, yo le iba preguntando y él me iba contando. Se ve que a él esto le generó una cierta confianza como para contarme cosas… Esto es lo que nos pasa como escritores. Todo eso que el policía me dijo se quedó en un archivo, y un día yo lo necesité y lo saqué para incluirlo en una novela. Después, los personajes empiezan a hacer cosas por su cuenta: eso me pasa siempre. Me llevan a lugares adonde no había pensado ir, y al principio de mi carrera esto me asustaba un poco porque yo no quería correrme del eje, pero aprendí a confiar. Obviamente, los personajes son aspectos de nosotros…

—¿Como arquetipos?

—Son arquetipos en el sentido jungiano, y en tanto arquetipos son inevitablemente parte de nosotros, porque estamos habitados por arquetipos.

—¿Cómo te gustaría que tus lectores de ensayos lean esta novela violenta?

—Me gustaría que se olviden de mí y que se metan con los personajes y con la historia. Que no estén comparando la novela con los ensayos. Que en todo caso lean esta historia porque les interesa o les produce algo. Las historias producen emociones.

—Salman Rushdie dijo que cuando un niño nace, primero pide comer y después pide que le cuenten un cuento…

—Sí, y ese mismo cuento lo va a pedir a lo mejor mil veces porque cada vez va a ser un poco distinto y un poco similar. Las historias que cuentan desde Hemingway hasta el gran, el maravilloso, el extraordinario Shakespeare siempre son las mismas: son arquetípicas. Pero cada vez que alguien cuenta una historia, la cuenta por primera vez. Lo seguro es que el mito ya fue contado otras veces, pero nunca fue contado por un autor o por aquel otro. Por eso, como los chicos, seguimos leyendo historias que a lo mejor ya leímos. Eso no quiere decir que estén mejor escritas; quiere decir que el mito se renueva en cada escritura.

—Tu bisabuelo (mi tatarabuelo) fue un rabino que batalló con la palabra escrita. Tu abuelo fue un periodista. Tu tío, también. ¿Creés que esta tradición familiar influyó en tu trabajo sobre la novela negra?

—Yo creo que hay, tomando otra vez a Jung, un inconsciente familiar. Jung hablaba del inconsciente colectivo: todas las experiencias de la humanidad a lo largo de su evolución están depositadas en una especie de plataforma submarina de la que cada uno de nosotros emerge como una isla. Visto desde afuera, parece que es una isla en el mar. Pero si vaciamos el globo terráqueo, vamos a ver que estamos todos unidos en esa plataforma submarina y de ahí extraemos los arquetipos. Así como hay un inconsciente colectivo para la humanidad, también hay inconscientes familiares, hay inconscientes de las empresas y hay inconscientes de los países. En el inconsciente familiar está depositado todo lo que es inconsciente en la experiencia del grupo familiar. Vos y yo tenemos un abuelo que en 1898, en Buenos Aires, con un periódico escrito en yiddish llamado Der Viderkol estuvo haciendo una mezcla de ensayo y novela negra: creemos que investigó unos asesinatos que vos recuperaste después en tu libro Los crímenes de Moisés Ville. Y dejó la vara ahí. Este es un tema que me interesa mucho y sobre el que estoy estudiando y leyendo: lo transgenealógico; es decir, lo que genealógicamente perdura y se transmite. A veces, como un legado enriquecedor. A veces, como un secreto a revelar. Y a veces, como un trauma a resolver desde el inconsciente de los componentes de una familia. Evidentemente, nuestro abuelo Mijl dejó una tarea pendiente que quizás vos retomaste desde la crónica o que yo retomo desde la novela negra…

Parte de esa historia de los crímenes de Moisés Ville me llegó justamente a través de las manos de mi tío, cuando muy generosamente me llamó un día a su casa y me pasó una caja repleta de borradores en papel amarillento y de recortes de diarios resquebrajados: esa era la herencia que aquel bisabuelo, Mijl Hacohen Sinay —que fue un periodista (entre varias otras cosas) y que vivió entre 1877 y 1958— nos había dejado. Un tesoro de papel con poco valor para cualquiera, excepto para mí. Con lo que había en esa caja empecé a trabajar en ese libro que resultó “una historia de gauchos y judíos” (según el subtítulo que le puso la editora Leila Guerriero), o “mitad historia detectivesca, mitad historia familiar” (según una reseña a su versión estadounidense).

Sergio Sinay también podría legar un tesoro de papel: hace años viene tomando notas en libretas. Son páginas y páginas, repletas de ideas y de escenas, y quizás también de nombres y de recuerdos.

—Cuando en el futuro uno de tus bisnietos reciba una caja con tus libretas, ¿qué va a leer?

—De todo. Son libretas donde fui anotando ideas a lo largo de los años… son varios cuadernos y libretitas. Tengo una pila y cada tanto vuelvo a leerlas y como están fechadas, pienso en el momento en el que se me ocurrió algo. A veces me sorprende haber pensado tal o cual cosa, porque no me acordaba que la tuviera anotada ahí. Las libretitas son fáciles de llevar en un bolsillo.

—Y para terminar, hace tiempo te quería preguntar algo que es de sobrino a tío, y a la vez de escritor a escritor. Me gustaría saber: ¿alguna vez hablamos de literatura negra en esos almuerzos familiares en los que nos reuníamos cada domingo, en la casa de la abuela Mañe?

—Yo no me acuerdo especialmente de alguna vez, pero creo que sí. Hablábamos mucho de literatura, de lo que estábamos leyendo, y vos eras un oyente sediento de lecturas, así es como yo te recuerdo. Seguramente hemos hablado. Seguramente yo debo haber mencionado a Chandler en esos años…

—Yo me acuerdo ahora de Ed McBain. Me acuerdo que yo estaba leyendo una novela de Ed McBain y vos me dijiste que en sus libros no importaba tanto cómo se resolvía un crimen, sino la atmósfera, el clima de la historia… Yo quizás tendría 14 años, y eso me dejó pensando.

—Ed McBain, sí. Las novelas de Ed McBain, ¿de qué tratan? De cómo es la vida de los policías y de las relaciones entre ellos en la comisaría o cuando salen a la calle. Hay uno que tiene una mujer enferma y está todo el tiempo preocupado por ella; otro es un solterón empedernido, y así. Después está el caso que tienen que resolver, que generalmente es relativamente sencillo: un asesino serial que no es tan difícil de encontrar, que mata gente en un parque, por ejemplo. Eso es lo de menos. Y esto es lo destacado del policial negro: que no importa tanto quién lo hizo. Lo que importa es por qué lo hizo, cómo lo hizo. Lo que importa es quién investiga, porque el investigador es un ser humano metido en las entrañas de otro ser humano. El policial negro es un género sobre relaciones humanas.

—En ese sentido, ¿encontrás vasos comunicantes entre tu nueva novela y tus ensayos?

—Sí, hay vasos comunicantes, claro. Alguien que leyó mis ensayos puede preguntarse: ¿es el mismo autor? Bueno, sí, en el fondo es el mismo autor… Yo en mis ensayos me he referido muchas veces a Carl Jung y a su idea de la sombra, que es esa parte nuestra que negamos, que rechazamos, que no aceptamos como propia, que se la tiramos encima a los otros. Pero la sombra sigue estando ahí porque es nuestra: es nuestra mezquindad, nuestra violencia, nuestra intolerancia. Todos tenemos una sombra. Todos estamos hechos de una materia que tiene luz y tiene sombra, pero tratamos de que se nos vea como si estuviéramos hechos solamente de luz… ese es el ego. Mientras mis ensayos tratan de apuntar a hacer luz, a que haya luz verdadera, a que podamos vivir en un mundo más luminoso, en mis novelas trato de explorar la sombra. Tengo la necesidad de no quedarme solamente en la planicie de la luz. La sombra también existe. Lo humano está hecho de las dos cosas y si no aceptamos la sombra, la luz es artificiosa.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/todos-tenemos-una-sombra-sergio-sinay-vuelve-al-policial-negro-nid06072025/

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