“Soy un producto del barrio”: compitió con River y con Bilardo, ganó la licitación de un predio único y fundó un club en el corazón de Palermo
“Preguntame lo que quieras”, dice Hugo Masci antes de empezar a contar su historia, un camino que se bifurca en varios momentos de la narración, de la charla. Pasea por sus 88 años, desde la ...
“Preguntame lo que quieras”, dice Hugo Masci antes de empezar a contar su historia, un camino que se bifurca en varios momentos de la narración, de la charla. Pasea por sus 88 años, desde la infancia hasta ahora, y recuerda detalle por detalle: lo que hizo y lo que dejó de hacer para convertirse en el hombre que es hoy y, sobre todo, para fundar el Club de Amigos, ubicado sobre la avenida Figueroa Alcorta 3885, un espacio que se transformó en un emblema porteño y del cual es, actualmente, presidente honorario.
No hubo golpes de suerte. Hubo un desarrollo que relata como una novela de aprendizaje, desde su niñez hasta su adultez, cargada de estudio, trabajo y preparación.
“En esencia, soy un producto de un barrio de Buenos Aires”, asegura. Se refiere a Villa Crespo, en donde nació, se crio y estudió. Mientras camina por el predio del club, se escucha “Hola, Hugo”, “¿Cómo le va, Hugo?” a cada rato. Hace 40 años que está al frente del lugar, desde que lo creó en 1985, y se nota en los tratos con la gente, en la comodidad.
La familia, el deporte y el barrio fueron sus grandes pilares, a los que acompañó, desde muy joven, con el trabajo en estudios contables y, más tarde, en la compañía Gillette, en donde se desempeñó durante casi 30 años y a la que destaca como “formadora”. Adquirió valores en cada uno de estos, y los llevó siempre con él, al punto de querer aplicar lo que aprendió en su propio club, un lugar que siempre planteó como familiar, y, sobre todo, un lugar destinado exclusivamente para chicos.
Pero de esas tres, el deporte fue siempre una de las patas más importantes de su vida, como una “formación paralela” a la que le daba la escuela y la universidad. “Tuve una formación paralela a eso, que se repite un poco en lo que el club pretende, que estaba dada por un conjunto de clubes”, cuenta. Asistía a tres: el Club Social y Deportivo Villa Crespo —del cual recuerda cuando su equipo de básquet le ganó, en el Luna Park, al Real Madrid—, a Atlanta, que representaba, a su vez, su pasión futbolera —“fanático del gol” le dice—, y a la Asociación Cristiana de Jóvenes.
Recuerda: “En la asociación me formé un poco más en valores. Y en mi casa, que era una casa humilde: me mandaban a comprar cincuenta gramos de jamón, una feta para cada uno, éramos cuatro, justo cincuenta gramos cortado fino, y ahí nos hacíamos el sanguchito cada uno”.
—¿Y cuándo empezó a trabajar activamente en el deporte?
—Desde 1978 hasta 1983 fui presidente de mi club de fútbol, Atlanta. En el 83, Dios nos bendijo, y fuimos campeones, ascendimos a primera. Justo terminaba mi segundo mandato. El 19 de noviembre de 1983. Dimos la vuelta olímpica en la cancha de Newell’s Old Boys de Rosario. Qué lindo. Inolvidable.
—¿Estaba ahí cuando dieron la vuelta?
—Sí, ¡la puta! ¡Qué lindo momento! Después vino el Club de Amigos, otro voluntariado. Entonces, fue la fundación Gillette, Atlanta y el Club de Amigos, de 1985 hasta ahora. Y de 2005 a 2016, la fundación Forge.
—¿Usted la fundó?
—Sí. La fundamos, la creamos, definimos su propósito. Empezamos de recontra cero. Igual que el Club de Amigos, de cero, de la nada.
Esta fundación se encarga de acompañar a jóvenes “en la construcción de su proyecto de vida”, con foco en quienes se encuentran en situación de pobreza. A través de esta, desarrollan habilidades socioemocionales, digitales y laborales para acceder al mundo profesional. Hoy tienen presencia en toda Latinoamérica.
El Club de AmigosEn un viaje por Alemania, donde lo solía mandar la empresa Gillette, conoció un club. Lo llevó un amigo que vivía ahí. Vio, con lo poco que podía entender, que la actividad estaba centrada en los jóvenes, y le pareció interesante, algo que no sucedía en la Argentina. Lo quiso replicar. Pero mientras ejercía la presidencia de Atlanta, se dio cuenta de que no lo iba a poder hacer en un lugar con sus bases ya asentadas: ese club se centraba en el fútbol, y no iba a correrse de lo establecido para un establecimiento de ese tipo, un club de barrio, futbolero.
Un día, en 1984, después de terminar su mandato ahí, se reunió con dos amigos que habían sido directores técnicos de Atlanta, uno de ellos, Luis Artime. Hablaron de fútbol, de las instituciones, de ese otro club que conoció en Alemania, de las ganas y lo difícil de crear algo similar acá. “¿Por qué no armás un club nuevo, un club diferente?”, le dijo Artime. Se quejaban de las formas tradicionales, les veían, ya entonces, “signos de decadencia”. Empezaron a idear, así, el Club de Amigos.
—¿En qué se diferencia el club?
—Nosotros quisimos revivir las asociaciones civiles sin fines de lucro, no hacer un negocio. Dijimos: “Tiene que ser un club diferente y tiene que tener una estrategia diferente y un proyecto innovador”. Hay una dupla que es de oro, que es calidad e innovación. Y también el foco: no hacer tanta cosa, sino hacer menos y hacerlas de calidad. El 70% de los socios activos son menores de 17 años. Es un club orientado a chicos y jóvenes. Es un club especializado, es diferente.
—¿Esto era parte de la innovación que planteaba?
—No, era retrógrado, era volver a las bases. Nunca pensamos en hacer guita. Pensamos en hacer un club sustentable. Bueno, ese era el desafío que nos planteamos. Asociación sin fines de lucro no significa todo gratis, es reinvertir siempre en el propio proyecto para que siga siendo de calidad, que crezca. No hay ningún accionista que se lleve dividendos, por eso la comisión directiva es voluntaria, no cobra. En ese sentido, logramos hacer un club diferente a los clubes tradicionales.
El nombre surgió de casualidad: mientras esquematizaban y discutían, lo llamaban así, “Proyecto club de amigos”, como quien le pone a una primera versión “Proyecto alfa”. Pensaron en otras posibilidades: José de San Martín, El Ombú, ideas más convencionales. Todavía no habían elegido el definitivo cuando tuvieron que inscribirse en la personería jurídica. Alguien dijo: “Pongámosle Club de Amigos”. Le gustó: “Es uno de los valores que estimula, la amistad, ¿no? Hace a nuestra identidad”, aclara.
Después vino un crecimiento paulatino y constante. Al principio no tenían un lugar propio: las oficinas estaban en Palermo, y para las actividades alquilaban algunos espacios en el predio en donde se ubican hoy, que pertenece al gobierno porteño y que, entre 1985 y 1992, lo tenía en concesión la Fundación Infantil Verónica. En el 92 se abrió otro llamado a concesión. El club compitió y quedó como “finalista” contra dos grandes oponentes: River Plate, que pretendía desarrollar ahí el trabajo de las inferiores, y la escuela de fútbol que quería abrir Carlos Bilardo, quien venía de ser campeón del mundo hacía solo dos años.
Para su sorpresa, ganó el Club de Amigos. Se quedaron con el predio de ocho hectáreas, que se llama Jorge Newbery, pero tuvieron que trabajar mucho para reacondicionarlo, para poner en marcha su modelo: lo recibieron sin flores, sin canteros ni arbustos, con el pasto deteriorado, pocos árboles. Hoy la diferencia es notable: si hay algo que abunda, además de las canchas, los jóvenes y los gritos infantiles pidiendo pases o festejando goles, es el verde, la vegetación.
El mayor problema fueron las instalaciones, “la parte de los arreglos que no se ve”. El agua, la calefacción, los vestuarios. Solo había un gimnasio, ellos construyeron uno nuevo. Hicieron canchas de tenis adicionales, de pádel, arreglaron el pasto sintético de las canchas de fútbol y de hockey, que estaba roto, construyeron cuatro piletas de verano.
Todo funcionaba como cualquier emprendimiento, y aunque de esos tres compañeros originales pasaron a ser 43 los socios fundadores—amigos que Masci fue sumando, y de los que hoy siguen activos seis—, necesitaban conseguir fondos para dar el impulso inicial. Consiguieron, además del predio, dos sponsors clave: Coca-Cola y Adidas, que garantizaron esas primeras obras.
En el 92, cuando se asentaron definitivamente, llegaron a convocar cerca de 2000 socios. Para el 94, empezó el crecimiento: pasaron a 3500. Un número importante para un lugar que recién abría sus puertas, pero alejado de los 10.000 con los que cuentan hoy, su época de mayor apogeo. Desde siempre, el fuerte del club fue el boca en boca, que para ellos representó “la herramienta más importante de captación”. En sus 40 años de existencia, cumplidos el 21 de septiembre pasado, asistieron 150.000 chicos.
Pero también hubo trabajo intenso para conseguir estos números, este éxito: se acercaban a los colegios de la zona para presentar la propuesta del club, para explicar el modelo. Algunos colegios los dejaban hablar con los chicos y sus padres en la puerta, otros los dejaban entrar, organizar reuniones. “Fue muy a pulmón”.
Los baches más grandes en el camino los encontraron, como muchos, en 2001 y en 2020. En ambos casos buscaron “soluciones” similares: sostuvieron el “de acá no se va nadie”. En 2001, donde predominó la crisis económica, decidieron que toda la plata que ingresara se repartiera entre todos. Iba a haber disminución de ingresos, sí, pero todos iban a cobrar lo suyo. No sufrieron una gran caída de socios, porque, como hicieron durante la pandemia de Covid 19, otorgaron beneficios a las familias, como por ejemplo, que fueran pagando como y cuando pudieran.
El modelo del club—¿De qué trata el modelo?
—Pensamos en la formación de chicos y jóvenes a través del deporte, el movimiento, que no es solamente pegarle a la pelotita. Por ejemplo, en el deporte de competencia llega no más del 3% de los chicos del país a ser competitivos, a jugar federados. El resto no llega. Cuando van a probarse, el entrenador le dice que si no sirve para ganar, se vuelva a casa. Acá, en cambio, vienen todos, el que le pega bien, el que no le pega bien. Nunca va a ser campeón, nunca va a ir a jugar a River. Pero va a hacer deporte toda la vida. Y eso agrega valor a la salud.
—¿Cómo es el programa?
—El programa va de uno a 17 años. Hasta ahora, la formación de chicos tenía dos patas claves: el hogar y la escuela. Ahora es el hogar, la escuela y la formación a través del deporte y el movimiento. Que no incluye solamente pegarle a la pelota, incluye el deporte como gancho para que el chico sea sano, para que esté al aire libre, para que salga de la tecnología, para que no sea obeso, para que se divierta jugando, cosa que no podría hacer en el deporte federado.
El club tiene tres columnas fundamentales que conforman ese modelo: movimiento y deporte, formación humanística, y competencias formativas, a través de las cuales estimulan la competencia deportiva como experiencia de vida, con el foco de enseñar que ganar solo vale la pena si es jugando limpio. Es un club que se ve a sí mismo, al igual que Masci ve a su barrio de la infancia, como formador.
Cuando se le pregunta a Masci si hay una anécdota o algún recuerdo particular que lo haya marcado, que lo emocione o signifique algo para él, se queda pensando. “Hay miles, miles de anécdotas”, remarca mientras intenta encontrar una que profundice en los proyectos que fue concretando. Busca una que vincule todos los aspectos de su vida. Y la encuentra.
Primero se divierte con otra historia: el día que, hace muchos años, el club entero se movilizó como nunca antes. Aunque todos estaban acostumbrados a la presencia de figuras del espectáculo, asiduos incluso hoy, nada se compara a la aparición imprevista de Diego Armando Maradona. Como cualquier padre, había ido para ver jugar al hockey a una de sus hijas. Recuerda esto y se ríe: la avalancha de gente, socios y empleados, que corrió a saludar al ídolo, pero también su amabilidad.
Después vuelve a ese otro momento, uno que para él sintetiza su vida y la del establecimiento. Habla del trabajo de vinculación que el club lleva adelante con los chicos que se forman en la fundación Forge y que consiguen su primer trabajo ahí. Está orgulloso de los resultados de esta política: desde hace 15 años, varios de los jóvenes que empezaron su vida laboral en el lugar alcanzaron posiciones de supervisión. “
Son puro club. Tienen, como yo digo, la camiseta pintada, no hace falta que se pongan una camiseta, la tienen pintada. Son maravillosos, y además no dejan de valorar el cambio de vida que tuvieron por venir a trabajar al club. ‘Le compré algo a la vieja’, ‘Nos mudamos’, ‘Puedo ir de vacaciones’, ‘Me compré un autito’ —destaca—. Esas entrevistas con esos chicos generan un estado emocional en todos. Decirles que ya tienen laburo… les estamos cambiando la vida. Y terminamos abrazados y llorando todos”.