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Samanta Schweblin: “En las ficciones, cualquier normalidad está ahí para ser quebrada”

Levantarse de la cama, caminar al living, evitar chequear noticias y redes sociales, prender la computadora y escribir. Así, en un estado casi de duermevela. Apenas conectada con la realidad. Avan...

Samanta Schweblin: “En las ficciones, cualquier normalidad está ahí para ser quebrada”

Levantarse de la cama, caminar al living, evitar chequear noticias y redes sociales, prender la computadora y escribir. Así, en un estado casi de duermevela. Apenas conectada con la realidad. Avan...

Levantarse de la cama, caminar al living, evitar chequear noticias y redes sociales, prender la computadora y escribir. Así, en un estado casi de duermevela. Apenas conectada con la realidad. Avanzar sentada en el escritorio de madera donde los papeles suelen marcar el derrotero de historias que duermen bajo la luz del velador como si estuvieran, todavía, dentro de un útero silencioso. Cuando salgan a la luz, darán que hablar al mundo, o al menos, a buena parte de él.

Esta rutina matinal es la que despliega cada día, en Berlín, la escritora argentina Samanta Schweblin (1978), una de las voces más originales de la literatura contemporánea. Además de los premios nacionales e internacionales cosechados por sus libros, Schweblin ganó especial notoriedad por ser uno de los nombres que resonaron para el Premio Nobel de Literatura 2025.

"Es que me pasaron muchas cosas". Vivió en la Laguna Azul, viajó con un “boleto para perros”, es biólogo y químico, pero hizo historia con Les Luthiers

El derrotero de su vida, en teoría, iba a ser otro. Nacida y criada en Hurlingham, estudió Diseño de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires y se consolidó como diseñadora gráfica. En sus ratos libres, escribía. Un hobby innato que parecía “inofensivo” pero que fue robándole espacio a sus días casi sin que se diera cuenta. Y fue perfeccionándose, también. De la participación en talleres literarios y algunas publicaciones en antologías a la premiación y publicación de su primer libro de cuentos, El núcleo del disturbio (ganó el Fondo Nacional de las Artes y el Concurso Nacional Haroldo Conti), pasaron apenas unos años.

Schweblin recién pisaba los 20 y la singularidad de una pluma que mezclaba el ambiente siniestro de David Lynch con el desparpajo de las historias de Boris Vian irrumpió con fuerza en el ambiente literario vernáculo. En la contratapa del libro se la comparó, incluso, con Kafka, por la particularidad de esos personajes que exploraban los “límites de la realidad, la percepción y el absurdo”.

En 2008 ganó el premio Casa de las Américas por su libro de cuentos Pájaros en la boca y, poco tiempo después, la beca para artistas del Servicio Alemán de Intercambio Académico (DAAD) que seleccionaba cinco escritores de todo el mundo y les ofrecía casa, seguro médico y un sueldo en Berlín. El año inicial en la capital alemana se transformó en muchos más después de que el Instituto Cervantes la invitara a dictar talleres literarios: empezó con un grupo, después se armó otro, después varios. “Casi sin buscarlo, se me dio la posibilidad de vivir de la literatura en español en Berlín”, contó la escritora en aquel momento.

Volver a la Argentina pasó a ser un objetivo cada vez más lejano. El diseño gráfico, un recuerdo al que cada tanto volvía con cariño.

Durante ese año en el que estuvo becada, Samanta escribió Distancia de rescate, una nouvelle que entreteje la migración de cuerpos con los terrores más profundos de la maternidad (¿cuán lejos puede estar un hijo antes de sumergirse de lleno en el peligro?). Tras publicarse, en 2014, fue llevada al cine por Netflix con Dolores Fonzi con protagonista.

Los méritos siguen: en 2015 ganó el Premio Ribera del Duero, dotado con 50 mil euros, que condecora el mejor libro de cuentos inéditos en español por Siete casas vacías, y en 2017 la revista británica Granta la incluyó en su lista de los 22 mejores narradores en español menores de 35 años. Ese mismo año, además, fue finalista del premio Man Booker International Prize por Distancia de rescate, que en 2018 se llevó el premio Shirley Jackson, destinado a thrillers y relatos de suspenso psicológico.

Estuvo nuevamente nominada al Man Booker por Pájaros en la boca y ahora, en 2025, tras la publicación de El buen mal, su último libro de cuentos, su nombre resonó entre posibles candidatos al Nobel junto a autores argentinos como César Aira y otros como Haruki Murakami, Margaret Atwood y Enrique Vila-Matas. Aunque finalmente el ganador fue el autor húngaro László Krasznahorkai, el runrún que se generó en torno a todo el asunto le dio un impulso más a la difusión de su nombre en la Argentina; las ventas de sus libros crecieron notablemente e incluso la editorial Penguin Random House reeditó buena parte de su obra (la novela Kentukis, Distancia de rescate y el libro de cuentos Pájaros en la boca).

Está claro: el currículum literario se escribe solo. Pero lo cierto es que hoy en día Samanta Schweblin cosecha otro tipo de reconocimiento en el mundo anglosajón, el más prestigioso, quizás: ese que corre por debajo de las instituciones y se relaciona con la legitimación de determinados colegas. En el escenario de apertura del Pen Festival (el Festival Literario de Nueva York), por ejemplo, los escritores George Saunders y Sadie Smith empezaron a conversar públicamente sobre El buen mal de manera espontánea; de igual forma, Joyce Carol Oates hizo una reseña por motu proprio del libro que terminó siendo la portada del suplemento de cultura de The New York Times, sin que nadie se la hubiera encargado. “Y yo no posteé nada en redes sociales porque ya casi no las uso, solo me conecto a Instagram los domingos, media hora: de siete a siete y media. ¡Y soy tan feliz!”, cuenta Samanta a LA NACION entre risas, desde el frío berlinés.

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Mientras tanto, sus libros se siguen traduciendo a una veintena de idiomas y las invitaciones a festivales internacionales no paran de llegar. ¿Cómo escribir en medio de semejante vorágine? “Bueno, lo hago en mi departamento, en la mañana. Vivo sola en un dos ambientes, así que todo lo que hay que hacer es mudarse en pijama de una habitación a otra, con una breve parada en la cocina para el café –cuenta Schweblin–. Me gusta llegar al escritorio así, medio dormida y sin ninguna intromisión de la realidad. Miro antes los mensajes del teléfono, es inevitable, pero no entro al correo, ni miro noticias ni redes sociales. Tengo una gran ventaja con los horarios: vivo cinco horas por delante del país que me importa, si empiezo a trabajar temprano, entonces las noticias y los correos que salen a primera hora de la Argentina llegan a Berlín a mis doce, trece, que es cuando dejo en general de escribir”.

Su disciplina, en términos concretos, consiste en cumplir tres o cuatro horas diarias de escritura en lo que llama “estado zombie”. “Y si no escribo porque estoy en otra etapa del proceso, estoy pensando. Ahora, por ejemplo, estoy un poco trabada con el narrador de mi nueva novela. No puedo avanzar en la escritura hasta que no tome una serie de decisiones que me están costando, pero sigo pensando en torno a eso todo el tiempo: es algo mucho más creativo. Cuando yo digo que trabajo en la mañana, tal vez me pasé toda la mañana leyendo, o trabajando, pero alejada de la computadora: tomando notas, circulando; por ahí hice una caminata de dos horas con el anotador en la mano. Se trata de estar una cantidad de horas en estado mental de trabajo”, describe Samanta.

Alcanzan unos minutos de charla con ella para notar que hay una suerte de plus en su manera de observar la vida cotidiana. Incluso, cuando hace mención a su propia rutina de escritura. “El otro día, en una cena, alguien dijo que ya no hace falta ser genial en nuestros trabajos, que ahora solo hace falta lograr concentrarnos en lo que hacemos por un largo período de tiempo cada día, y eso ya hace una gran diferencia. Me pareció horroroso, y al mismo tiempo, hay algo de razón. Es como si ahora el solo hecho de lograr concentrarnos en una misma cosa por un largo período de tiempo fuera el nuevo gran talento que todos perseguimos. Por eso me gustan tanto las mañanas para escribir, hay algo de esa invasión tan estresante de información que nos llega de afuera que en las mañanas todavía está apagado”, plantea.

–Tenés un amplio historial de premios y tu nombre sonó incluso como posible candidato al Nobel, ¿qué lugar ocupan en el desarrollo de una carrera literaria?

–Son importantes, por supuesto, pero tampoco son el único camino posible. Con los premios los libros podrían llegan a más lectores, y quizá te llega algo de dinero (aunque cada vez son menos los premios que vienen con esto). Con el dinero se puede comprar algo de tiempo libre -que es algo carísimo en este mundo-, y con ese tiempo se puede seguir escribiendo. Me gusta una frase de Chinua Achebe, que decía que un premio era una cosa maravillosa, algo así como una palmada en la espalda capaz de romperte varias costillas. Siempre hay algo de ese miedo, quizá porque crecimos en esta sociedad tan culposa y mercantil que dice que si te pasa algo demasiado bueno hay que pagar por eso. Quizá porque cargamos con algo del síndrome del impostor, no sé. Y está también ese otro miedo, de que los premios y el reconocimiento pueden generar mucha presión a la hora de escribir, y que quizá eso no es bueno. Para convencerme de que nada de esto es cierto, me digo que en un reino cada vez más pequeño como es el de la literatura, ningún premio debería generar ningún daño ni ninguna ilusión desmedida. Escribimos y leemos porque nos hace bien, tan bien que este sigue siendo un espacio saludable en el que sigo confiando.

–¿Cómo es hoy tu vida en Berlín? ¿Qué hacés en el día a día?

–Sigo dando clases, pero solo en enero, en Barcelona, y en Chubut en diciembre, en los seminarios que doy en Lago Puelo. Cuando estoy en Berlín hay demasiados viajes y otros proyectos dando vueltas, así que ahora mismo no estoy dando talleres en casa como solía hacer antes. El tiempo que queda entre viajes escribo, o trato de escribir.

–Tu último libro, El buen mal, trabaja especialmente la ambigüedad. ¿Es una decisión buscada?

–Toda la literatura y el arte en general que me interesa está cargado de ambigüedad, así que sí, es una sensación a la que siempre intento acercarme. Los grises, la inquietante posibilidad de que las “verdades” que me creo no sean las únicas verdades que existen, es algo que me inquieta y a la vez me interesa. El horror, en esencia, es porosidad, sensación de porosidad. Lo que nos asusta puede manifestarse de muchas formas, pero para mí, el horror más existencial es el que nos muestra en sus formas más prácticas la aterradora permeabilidad de nuestros límites.

–¿Le percibís un tono más sombrío que los anteriores?

–Exceptuando el primer cuento, que es verdad que puede tener una lectura sombría, creo que es mi libro menos fatalista. Cada historia es un ejercicio práctico sobre cómo volver a ponerse de pie. A tal punto que esto es lo que hace literalmente el personaje del último cuento en la última línea del libro. Nada de lo que ocurre está realmente alejado de las cosas que vivimos cada día. Ojalá estas historias sean para los lectores lo que fueron para mí, mini puzzles personales, ensayos físicos y mentales de cómo podríamos superar o entender ciertas situaciones. Escribo para saber cuánto van a dolerme las cosas que temo y que ya siento inevitablemente cerca.

–Se habla mucho de un resurgir del realismo mágico, o una redefinición del género, en escritores latinoamericanos. ¿Creés que tu literatura forma parte de eso?

–Creo que esa pequeña docena de autores del famoso boom latinoamericano de los 60 cristalizó una línea particular del realismo mágico que es en realidad un género más amplio. Casi que me gusta más el nombre que acuñó Carpenter, “lo real maravilloso”, que subrayaba la idea de que en América Latina lo maravilloso forma parte de la realidad cotidiana, no necesita ser inventado. También porque una vez escuche a Salman Rushdie decir “Cuando uno dice Realismo Mágico, la gente escucha “Mágico”, nadie escucha la primera palabra, que es sobre la que ocurre todo lo demás”. Creo que fue la primera vez que, escuchándolo, me pensé por fin dentro del género. Porque para mí lo mágico y lo fantástico, aunque reconozco que tienen una presencia fuerte en lo que escribo, pocas veces sucede realmente sobre el texto, funciona más como una amenaza, una posibilidad que va creciendo en la cabeza del lector.

–Es recurrente que te engloben dentro de la “literatura femenina”. ¿Qué opinás de eso?

–Me gustaría encontrar entrevistas donde le pregunten a los hombres qué piensan de la literatura masculina. Por más que el mercado parezca estar tan contento con lo que escriben ahora las mujeres, si seguimos hablando de literatura femenina o escrita por mujeres (que no es lo mismo, pero en este caso genera lo mismo), significa que seguimos dando por sentado que, lamentablemente, la literatura masculina es la literatura universal. Así que sí, en este sentido, la pregunta nos pone en un lugar que sigue aislándonos.

–Vivís hace años en Alemania y viajás mucho. Sin embargo, tus cuentos suelen tener una matriz argentina muy marcada, tanto en lenguaje como en referencias y geografías. ¿Es inevitable soltar la nacionalidad en la escritura?

–Cada año paso por Buenos Aires una o dos veces, y paso también un par de meses en Lago Puelo, Chubut, donde vive mi familia, desde donde suelo escribir bastante. Así que sigo estando allá, incluso físicamente. Escucho las noticias argentinas cada día, mi comunidad en redes es mayoritariamente argentina y muchos de mis amigos en Berlín son también argentinos. A veces aterrizo en Berlín y siento todavía, tras casi trece años viviendo en esta ciudad, una suerte de extrañamiento de vivir acá. Es inquietante esta sensación de que nunca se llega a casa por completo, porque cuando estoy en Lago Puelo me falta Berlín, y cuando estoy en Berlín me falta Argentina. Ya no hay un lugar donde pueda aterrizar entera. Pero por ahora también es un estado interesante, desafiante, que me obliga a prestar atención de una manera que me doy cuenta que está siempre un poquito corrida de lugar. Y no importa en qué ciudad esté, en cuanto pongo mis manos sobre el teclado, y empiezo a escribir, ya estoy otra vez en la Argentina.

–¿Pensás en las categorías de un mercado internacional al abordar una nueva historia?

–¿Cuáles son las categorías de un mercado internacional? Sobre el tema en general puedo contar lo que ya intuimos, y es que hay un imperialismo brutal del inglés sobre el resto de las lenguas, hasta tal punto que el canon literario anglosajón es ya mayoritariamente el gran canon universal. En el siglo diecinueve y parte del siglo pasado, las literaturas nacionales todavía pensaban –o incluso creaban– identidades y espíritus nacionales que discutían además con otras literaturas del mundo mediante la traducción. Hoy la relación es casi piramidal. Por dar solo un ejemplo, la novela La vegetariana de la maravillosa premio Nobel Han Kang, no la leemos de su traducción del coreano. La leemos en un español que fue traducido desde una traducción anterior el inglés –que por cierto, fue una traducción polémica, porque parece que difiere en algunas cosas del libro original–. La inmensa mayoría de esta literatura internacional, que hoy leemos en traducción y que luego transpiramos en nuestra escritura como parte de nuestra propia tradición, es lo que nos llega del colador anglosajón, que no es malo de por sí, pero tiene el gran problema de su absoluto monopolio.

–¿Se te ocurrió alguna vez escribir en otro idioma?

–A veces también me preguntan por qué no escribo sobre Berlín, y con las dos preguntas termino sintiendo más o menos lo mismo. Son desafíos interesantes y posibles, me dejan pensando, pero mi lugar es el espacio físico y emocional argentino –y en mi español porteño–, éste es el mundo en el que yo pongo mi atención, lo que me duele y lo que me importa. Para cambiar de idioma, o de locación, necesitaría una razón fuerte a nivel argumental, algo que justificara semejante salto, cualquier otra cosa me sonaría un poco artificial o caprichosa.

–Parece que le esquivaras a la idea de “normalidad” en tu narrativa: personajes alucinados, siempre al borde de la realidad. ¿Podés ahondar en este concepto?

–Cada vez entiendo menos este término. ¿Qué vendría a ser “lo normal”? ¿Lo acordado? ¿Lo estandarizado? ¿Lo socialmente aceptado? Ninguno de los grandes libros ni películas ni obras de teatro que me han fascinado en mi vida tratan sobre esto. Me gusta la definición de la española Belén Gopegui, que dice que la normalidad es un concepto impuesto por quienes definen qué es normal y qué no lo es, y por tanto no es un concepto democrático ni matemático, sino un concepto de poder. Creo que en las mejores ficciones, cualquier normalidad está ahí para ser quebrada, lo que nos interesa es la fisura, porque ahí es donde encontramos lo que sentimos más verdadero, y encontrarlo al fin nos alivia muchísimo. Silvina Ocampo ya lo decía: lo raro siempre es más cierto.

–La maternidad es un tema muy presente en tu obra, desde Distancia de rescate hasta algunos cuentos, como “Conservas” e incluso se ve en El buen mal, donde el peligro y la muerte acechan a niños pequeños. ¿Por qué tu narrativa vuelve a esa temática?

–Todos somos hijos de alguien, no hay un solo ser humano, ni de los que nos caen bien ni de los que nos caen mal, que no haya pasado por la fatalidad o la bendición de ser ese otro sujeto sobre el que se ejerce la maternidad. ¿Cargamos cada uno de nosotros con un tema más universal que este? Lo que a mí me extraña es por qué no se escribe más sobre esta locura. Incluso cuando escribo sobre otras cosas, para mi esa relación madres-hijos, padres-hijos, cuidadores-cuidados, siempre está latiendo de fondo. Es como la fatalidad de un escenario en el que siempre nos toca actuar, podemos montar con nuestras vidas la historia que queramos, pero siempre estará esa sensación rígida de fondo, conteniéndonos, con todos los daños y los cuidados que acarrea cualquier intento de contención.

–Hay una decisión particular en El buen mal: hacia el final, detallás en qué te inspiraste para cada cuento. ¿Por qué decidiste contarlo?

–Aunque las historias son pura ficción, en este libro hay detalles personales por todas partes, cosas que me pasaron o en las que estuve pensando estos últimos años. Cuando terminé El buen mal sentí que era un libro más sincero, más abierto que los anteriores en este sentido, y quizá por eso también, de alguna manera, necesité decirlo. Luego me sorprendió la curiosidad que estas últimas notas terminó encendiendo en algunos lectores. Quizá más que nunca –quizá incluso como reacción al consumo de tanto contenido artificial– queremos saber quién es ese otro que escribe, y por qué escribe, y desde dónde. Siento en mí misma como lectora este cambio en la última década. Podría ser peligroso si esto fuera solo medir moral o ideológicamente a ese otro que escribe, y al quien le ofrecemos tanto tiempo durante nuestras lecturas. Pero quizá también es que estamos todos un poco perdidos entre tanto exceso de información y desinformación, y nos urge entender si hay humanidad del otro lado, si del otro lado del libro hay alguien con quien podríamos también conectar.

–¿Quién te lee antes de publicar?

–La fabulosa Vera Giaconi, cuentista nata. Y mi mami. Me leen también mis editoras Ana Laura Pérez, de Random House Argentina, y Elena Ramírez, de Seix Barral en España. Y en el caso de El buen mal, también mi traductora al inglés Megan McDowell, con quien tengo esa confianza. Pero antes que todo este gran equipo me lea, yo no suelto un manuscrito si no lo doy por terminado. Y en esa instancia la única con quien comparto material es mi queridísima Vera. Es verdad que los procesos de escritura son solitarios, pero nunca me perdería la oportunidad de hacer crecer un texto gracias a la mirada de alguien más. Se escribe en soledad, pero siempre que pienso abiertamente con otros, llego a un lugar mejor.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/samanta-schweblin-en-las-ficciones-cualquier-normalidad-esta-ahi-para-ser-quebrada-nid21122025/

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