Recuerdos de la muerte
Tenía dieciséis años cuando en 1959 salí de Masatepe para matricularme en la Escuela de Derecho en León. El 1° de enero de ese año los guerrilleros de la Sierra Maestra habían entrado en tr...
Tenía dieciséis años cuando en 1959 salí de Masatepe para matricularme en la Escuela de Derecho en León. El 1° de enero de ese año los guerrilleros de la Sierra Maestra habían entrado en triunfo en La Habana, y en Nicaragua solo se hablaba de la lucha armada. Si había caído Batista, también se podía botar a los Somoza. El fundador de la dinastía, Anastasio Somoza García, muerto a tiros en 1956, allí mismo en León, había heredado el poder a sus dos hijos: Luis, que ocupaba la presidencia, y Anastasio, jefe del Ejército.
El lunes 1° de junio se abrían las clases, pero las autoridades universitarias decidieron posponer la apertura de los cursos tras el desembarco aéreo, desde Costa Rica, de un grupo de insurgentes encabezados por el periodista Pedro Joaquín Chamorro, en dos viajes sucesivos de un viejo avión de carga, destruido por la aviación somocista tras el segundo aterrizaje. La gran mayoría de los integrantes de las dos columnas fueron hechos prisioneros.
Las clases finalmente se abrieron, pero el 24 de junio otra columna guerrillera, apoyada desde Cuba con pertrechos por el Che Guevara, fue sorprendida en el campamento montado en El Chaparral, en territorio de Honduras, antes de que pudiera atravesar la frontera para internarse en territorio nicaragüense, en una maniobra combinada de los ejércitos de los dos países, que resultó en masacre. Carlos Fonseca, quien sería luego fundador del Frente Sandinista, venía como integrante de esa columna.
La supuesta muerte de Carlos Fonseca desató protestas callejeras diarias. De repente yo también estaba en las calles, otro mundo distinto de aquel de donde yo venía, porque toda mi familia era leal al partido liberal, el partido de los Somoza.
El 23 de julio se celebraría el desfile festivo de novatos, pero la dirigencia estudiantil decretó que sería una manifestación de duelo. Se pidió que concurriéramos con corbatas negras y las mujeres de luto. A las tres de la tarde nos concentramos en el paraninfo. Y salimos a la calle.
Como un pelotón de soldados nos cerraba el paso, empezamos a marchar de regreso. Yo iba por la banda izquierda, caminando por la acera, cuando de pronto escuché el estallido de una bomba lacrimógena y enseguida vi correr por el pavimento las latas rojas que explotaban llenando la calle del humo, sonaron a mis espaldas los primeros disparos secos y cortantes de los fusiles Garand, enseguida el tableteo de una ametralladora, me topé con la puerta de servicio del restaurante El Rodeo, la empujé y cedió, y subí a grandes trancos por una escalera que daba a la puerta de un dormitorio donde había en una cama una empleada con tres niñas que, aterrorizadas, se pegaban a su cuerpo.
Me asomé por el balcón del dormitorio que daba a la calle, donde de pronto el aire se había vaciado de ruidos y el tiempo había desaparecido. Los soldados que cerraban la bocacalle estaban colocados en tres posiciones, de pie, de rodillas, acostados en el suelo; los fusiles humeantes, el que manejaba la ametralladora de trípode también acostado en la acera de la banda izquierda, la misma por donde yo había corrido, y hacia la banda derecha un montón de cuerpos tendidos y la sangre que se extendía por el pavimento y ahora el silencio se rompía y alguien gritaba “¡una ambulancia!, ¡una ambulancia!”.
Pregunté a la mujer si había un teléfono; no tenían. Volví al balcón y vi a un cura que de rodillas bendecía a un herido, momento en que escuché las sirenas insistentes de la ambulancia del Cuerpo de Bomberos, pero los guardias no se movían para dejarla pasar.
El pelotón comenzó por fin a retroceder, logró pasar la ambulancia, bajé a la calle y descubrí a Erick Ramírez, mi compañero de banca en la primera fila del aula, tendido boca abajo en el suelo. Me arrodillé a su lado para decirle que no se afligiera, que lo llevaríamos al hospital; el agujero en la espalda era pequeño, pero cuando lo volteamos para levantarlo y cargarlo, tenía todo el pecho desflorado, y unos pasos más allá estaba sobre el pavimento el cadáver de Mauricio Martínez, mi otro compañero de banca, y dos muertos más, Sergio Saldaña y José Rubí, y muchos heridos, la cuenta será de más de setenta.
Llevamos al Hospital San Vicente a los heridos y a los muertos subiéndolos como pudimos en taxis y en vehículos particulares. Es la primera vez que entraba a una morgue. Los cadáveres eran desnudados y colocados sobre las losas esperando para ser lavados con una manguera.
Cuando al día siguiente las radios de Managua transmitieron los nombres de los muertos, mi tío Gustavo Mercado, que era gerente de una compañía pasteurizadora de leche, creyó escuchar “Sergio Ramírez” en la lista, confusión causada por los nombres de Sergio Saldaña y Erick Ramírez. Sin avisar nada a mis padres, emprendió el camino a León llevando una mortaja. Los retenes militares no lo dejaron pasar.
Había sobrevivido. Pocas semanas después cumpliría 17 años.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/recuerdos-de-la-muerte-nid08112025/