“Nunca imaginé esto”: fue pionero con las gallinas libres de jaula, produce 14.000 huevos por día y le vende a un supermercado
A los 55 años, Pablo Campiti mira hacia atrás y reconoce que su vida fue una sucesión de desafíos y reinvenciones. Nacido en 1971 en San Lorenzo, provincia de Santa Fe, su historia combina esfu...
A los 55 años, Pablo Campiti mira hacia atrás y reconoce que su vida fue una sucesión de desafíos y reinvenciones. Nacido en 1971 en San Lorenzo, provincia de Santa Fe, su historia combina esfuerzo, familia, pérdidas y un final inesperado: convertirse en pionero en la producción de huevos de gallinas libres de jaula con salida a campo, un sistema que apenas empieza a abrirse paso en la Argentina.
Su infancia, recuerda, transcurrió en una ciudad de ritmo medio, entre amigos, fútbol y travesuras. “Tuve una infancia normal, con actividades de club, bicicleta y esas aventuras de chicos”, dice a LA NACION. Pero a los 13 años tomó una decisión que marcó su destino: se fue a estudiar a un colegio agrotécnico en San Jerónimo Sur, a 50 kilómetros de su casa. “Fue mi primer contacto con el campo y me cautivó. Los profesores me hicieron enamorar del trabajo rural”, relata.
Hecho histórico: después de 22 años, la Argentina importó toros desde Estados Unidos
Vivir en un internado con 80 chicos lo obligó a madurar antes de tiempo. “Aprendí a administrarme la plata, los tiempos de estudio y de diversión. Fue una vida social muy intensa desde chico”, recuerda. Aquella experiencia lo llevó más tarde a ingresar en la Facultad de Agronomía de la Universidad Nacional de Rosario, donde cursó hasta cuarto año. Pero la mudanza de la facultad a Zavalla y las dificultades económicas familiares lo obligaron a dejar la carrera.
“En esa época la situación no era fácil. Trabajaba de noche y estudiaba de día para poder mantenerme”, cuenta. Poco después, su padre sufrió un grave accidente que lo dejó postrado y la familia perdió la fábrica de pastas que sostenía el hogar. “Tuvo 16 operaciones y quedó en una cama ortopédica. Ahí empecé a hacerme cargo de mi familia. Trabajaba de noche en bares y boliches y esa plata se la daba a mi hermano para que pudiera estudiar”, recuerda.
A los 28 años, frustrado y con pocas oportunidades, decidió emprender. En 2002, en plena crisis del corralito, abrió su primer bar: Xamaica. “No tenía plata, así que pedí un préstamo en una mutual dejando la escritura de la casa de mis viejos. Era una locura, pero lo hice igual”, dice. Con esfuerzo, logró devolver el dinero al año y medio. Durante dos décadas, el bar fue su sostén y su orgullo.
La vida, sin embargo, volvió a ponerlo a prueba. En 2007 perdió a sus padres con solo dos meses de diferencia: “Primero murió mi papá en una operación y luego mi mamá, que tenía diabetes. Fue durísimo”. Ya casado, tuvo a su hijo Vicente en 2013, quien a los dos años fue diagnosticado con autismo. “Él es mi norte para todo. Con él aprendí a entender, acompañar y seguir”, dice con emoción.
La pandemia marcó otro giro inesperado. En marzo de 2020, el bar cerró definitivamente. Para entonces, había abierto junto a su hermano un supermercado en San Lorenzo. “Fue una casualidad que nos salvó. Si me decías en octubre de 2019 que iba a venir una pandemia y que tener un supermercado iba a ser clave, no te creía”, recuerda entre risas.
El proyecto avícolaEse mismo año, en plena cuarentena, una charla fortuita cambió su rumbo para siempre. “Un día se frenó una camioneta y bajó un amigo que me dijo: ‘Terminé lo que hablamos hace seis años’. No me acordaba de qué me hablaba”, cuenta.
El amigo era Carlos Mior, hoy su socio, quien durante seis años había estudiado en su establecimiento el comportamiento de gallinas en diferentes estaciones del año y desarrollado su propia fórmula de alimentación.
“Carlos me contó que en Europa estaba en auge el sistema de gallinas libres de jaula con salida a campo. Me dijo que lo hiciéramos y que replicáramos esos modelos. Y yo le respondí: ‘Si es por locos, no me vas a ganar; hagámoslo’”, recuerda. Así comenzó una aventura que pocos se animaban a intentar en plena pandemia.
Sin infraestructura ni antecedentes locales, importaron los nidos y comederos desde Bélgica, a través de Brasil. “Fue un caos. En la frontera no había despachantes de aduana porque estaba todo cerrado. Tuve que viajar personalmente y hacer entrar los camiones”, relata. Con la ayuda de técnicos del norte santafesino, montaron el primer galpón de 50 metros de largo por 14 de ancho, donde criaron las primeras 6000 pollitas desde cero.
Pero el mayor obstáculo llegó cuando intentaron habilitar el establecimiento. “Cuando vino la gente de Senasa y vio el sistema, me dijeron: ‘¿Y esto qué es?’. No existía un protocolo para gallinas libres de jaula. Solo podían habilitarnos como productores tradicionales”, cuenta. Lejos de rendirse, Campiti insistió durante años hasta que el organismo finalmente elaboró un nuevo marco regulatorio basado en su modelo productivo.
“Nuestra insistencia era porque ya teníamos vínculo con una cadena multinacional de supermercados que necesitaba incorporar este tipo de huevo a su negocio: en Europa ya era una realidad, en Francia lo exigían y dentro de la propia empresa había normas que establecían que, para 2028, el 100% de los huevos comercializados debían ser libres de jaula. En la Argentina eso todavía parece una utopía; hoy representamos apenas el 3% del total de la producción nacional, sumando a productores chicos, medianos y grandes”, agrega.
Así nació el protocolo 280, que hoy pueden usar todos los productores que quieran trabajar con gallinas libres de jaula: “Se armó en nuestro establecimiento”. La persistencia rindió frutos y en octubre de 2024, Senasa otorgó la habilitación oficial. Actualmente, solo dos empresas del país operan bajo ese régimen.
En la actualidad, el proyecto, bajo la marca comercial Ekkohuevos, cuenta con 15.000 gallinas y una producción diaria de entre 13.000 y 14.000 huevos. “El 90% de la producción va a un supermercado de capitales franceses y el resto a clientes locales que nos acompañan desde el inicio”, precisa.
Más allá del negocio, Campiti enfatiza el sentido ético y ambiental del emprendimiento. “Lo que pregonamos es el fin del maltrato animal. Al estar libres de jaula, las gallinas tienen una mayor vida útil y saludable. El sistema tradicional es muy difícil de cambiar, pero entiendo que este es el camino correcto”, asegura.
En sus galpones, las aves conviven sobre piso natural, con acceso a pasturas de alfalfa y alimentación complementada a base de maíz, probióticos y minerales. “Tenemos cinco hectáreas sembradas con alfalfa, que forma parte de su dieta. Buscamos una alimentación equilibrada y natural”, detalla.
El productor santafesino reconoce que el desafío económico es grande. “En el mismo espacio donde yo tengo 7500 gallinas, en el sistema de jaulas entran 25.000. La diferencia es enorme. Pero no puedo cobrar cuatro veces más caro, por eso lo vendo un 30 o 35% arriba del huevo común, tratando de mantener un precio justo”, explica.
El siguiente paso, cuenta, es ampliar el negocio hacia la recría de pollitas. “Queremos criar desde las 24 horas hasta la semana 16 y luego vender a productores que deseen incorporarlas a sistemas libres de jaula o al sistema tradicional”, dice. Pero aconseja que antes de producir hay que garantizar la demanda: “Siempre les digo a todos: primero consigan el cliente. Las gallinas no entienden de comercio y ponen huevos todos los días”.
A más de tres años de aquel primer galpón improvisado en plena pandemia, Pablo Campiti resume su recorrido con serenidad: “Nunca imaginé que mi vida iba a terminar en esto. Pasé por muchas cosas, pero hoy siento que encontré mi lugar. Este proyecto tiene alma, porque detrás hay respeto por los animales, por la gente y por lo que hacemos”.