No todo está perdido: todavía existe la sanción social
¿Sobrevive en la Argentina la sanción social? ¿Da todo lo mismo o hay límites que todavía resulta costoso transgredir? ¿Somos una sociedad anestesiada frente a su propia degradación, o nos r...
¿Sobrevive en la Argentina la sanción social? ¿Da todo lo mismo o hay límites que todavía resulta costoso transgredir? ¿Somos una sociedad anestesiada frente a su propia degradación, o nos resistimos y reaccionamos ante la ruptura de algunos códigos elementales de la convivencia? Si conectamos algunos hechos ocurridos en las últimas semanas, tal vez nos encontremos con una buena noticia.
Un diputado de la Nación, José Luis Espert, fue invitado el 11 de junio de este año a participar del XVII Congreso Internacional de Comunicación Política en la sede de la Universidad Católica Argentina. En ese contexto, se citó a sí mismo para recordar un insulto desaforado a Florencia Kirchner: “¿Cómo no vas a estar amargada si sos hija de una gran p…?”, había escrito en X. Y se le ocurrió oportuno repetirlo con todas las letras ante ese auditorio académico. El público se incomodó, hubo reacciones espontáneas y le hicieron notar el desagrado. Algunos, incluso, le exigieron que se retirara; otros eligieron irse ellos. “Así no”, fue el mensaje de numerosos asistentes. Se pueden discutir ideas y personas. Se lo puede hacer con vehemencia y un énfasis categórico. Pero llevar a un espacio institucional el lenguaje violento de la descalificación y el agravio rompe las reglas de la convivencia civilizada. El episodio mereció también un pronunciamiento formal de la UCA, a la que nadie podría imputarle afinidad con el kirchnerismo: “Son términos que contradicen los valores del respeto y el diálogo”, afirmó la universidad en un comunicado.
Hace diez días, en una entrevista radial, un exembajador de la Argentina, el señor Diego Guelar, calificó al expresidente Macri de “reverendo hijo de p…” por haber respaldado una alianza electoral con el oficialismo. Tampoco se privó de usar todas las letras. Un grupo de exdiplomáticos que pertenecen a distintos sectores, y del que el propio Guelar formaba parte, decidió su expulsión inmediata. Al anunciar la medida aludió al “comportamiento violento y maleducado” de alguien que sirvió como embajador durante el gobierno de Macri. La reacción tuvo el mismo espíritu: se puede disentir, claro, pero la violencia y el agravio son inaceptables.
Las reacciones no solo se registran en la vida política. Una noticia reciente nos cuenta que los vecinos de un country de Berazategui rechazaron la solicitud del jefe de la barra brava de Boca, Rafael Di Zeo, para mudarse a ese lugar. Al menos en este caso, pesó más el prontuario que el dinero.
Son recortes, por supuesto, de una realidad mucho más compleja, pero también son síntomas de algo saludable: hay núcleos de la sociedad en los que todavía se conserva la noción del límite. No vale cualquier cosa ni de cualquier modo. Que observemos a nuestro alrededor una pronunciada degradación en las formas de convivencia no significa que nos resignemos a eso ni que naturalicemos todo. Hay sectores, incluso, que no están dispuestos a mirar para otro lado, aunque la indiferencia a veces garantice menor exposición y mayor comodidad. No “todo pasa”.
Es cierto que también abundan los ejemplos exactamente opuestos, incluso en ámbitos escolares, familiares e institucionales, en los que muchas veces tiende a dominar una cultura excesivamente permisiva, en algunos casos emparentada con la anomia, donde la disciplina y la sanción parecen malas palabras. Si sabemos detectarlas, veremos –sin embargo– señales de una demanda social que valora los buenos modales, las reglas de la cortesía y la corrección en el lenguaje, además de la conducta recta.
La sanción moral tal vez sea uno de los mayores reaseguros que tenga una sociedad. No se trata, por supuesto, de pararse frente a los demás con el dedo levantado ni de imponer, desde el puritanismo, una forma de hablar o de comportarse. Se trata, sí, de preservar códigos básicos de relación y un sistema de valores basado en el respeto por el otro y en la ética de la convivencia. Se trata, sí, de levantar barreras simbólicas frente a la provocación y la inconducta.
Los mecanismos de sanción social son siempre discutibles e imperfectos. Deben aplicarse, por eso, con mesura y ecuanimidad. El propio derecho de admisión exige prudencia y responsabilidad, cuidándose de no caer en el terreno del prejuicio, la ligereza y el abuso.
Los llamados “escraches” en lugares públicos son una repudiable deformación que desnaturaliza la sanción social. Lo mismo debe decirse de los acosos digitales a través de las redes sociales y de cualquier actitud que resulte avasallante y agresiva. El señalamiento, cuando se hace desde el anonimato o desde grupos “empatotados”, resulta tan peligroso como incivilizado.
En un clima de crispación y antagonismos, se hicieron frecuentes en una época los hostigamientos a figuras públicas: algunos en la calle, otros en aviones, restaurantes o aeropuertos. Los cortes de videos, a través del celular, se convirtieron en aliados instrumentales de ese tipo de atropellos. Confundir esas agresiones con la legítima y saludable sanción social es tan grosero como asimilar a una horda con un tribunal.
Aun en la espontaneidad, la sanción moral o simbólica debe enmarcarse en las reglas y nunca bordear el exceso. En ningún caso puede convertirse en un dispositivo de “justicia popular” o por mano propia. Como siempre, el desafío es encontrar el equilibrio, el punto medio.
En el caso del diputado Espert, el contraste se hace evidente alrededor de una misma persona. Recogió un reproche social e institucional por un exabrupto chocante y provocador en un ámbito académico. Y a los pocos días fue víctima de un ataque artero e incalificable a su domicilio. El “escrache” no solo es repudiable: constituye, por lo menos, un acto de violencia moral.
Reacciones como las que provocaron los agravios de Espert y de Guelar nos muestran que una parte de la sociedad no convalida la descalificación y el lenguaje soez dentro del debate público. Hay que mirar las encuestas para entender la decisión del Presidente de suspender los insultos. Según un sondeo que hizo en julio la consultora Analogías, el 73% de los argentinos rechaza “las formas” de Milei. Un estudio de Zuban Córdoba marca que el 66,7% de los encuestados ve como “preocupante” el uso de insultos y lenguaje ofensivo contra críticos u opositores del Gobierno. Y el Observatorio de Psicología Social Aplicada de la UBA reporta que el 71% de un universo de 1746 consultados asocia el discurso de Milei con términos como “violento”, “agresivo”, “ordinario” o “vulgar”. Incluso entre sus propios votantes, según un relevamiento de Patricia Nigro y Mario Riorda, casi el 40% desaprueba ese estilo comunicacional, solo avalado por grupos fanatizados. El mensaje parece claro y contradice abiertamente el discurso del poder: “Las formas sí importan”.
Puede sospecharse, entonces, que la abstinencia presidencial de insultos responde más a la conveniencia que a la convicción; podría tratarse de una táctica electoral y no de una genuina autocrítica. En cualquier caso, queda claro que la ciudadanía conserva algunos anticuerpos y no está dispuesta a convalidar ciertos niveles de degradación en la convivencia pública.
La grosería y la descalificación personal se incorporaron al lenguaje político durante el kirchnerismo, que luego derrapó hacia otras desviaciones peores. Eso ha dado lugar a una coartada: “Los verdaderos insultos son la corrupción y la pobreza”, dicen algunos para justificarse y minimizar su agresividad. El origen de todos los extravíos, sin embargo, tal vez haya que rastrearlo en algo tan simple, y a la vez tan elemental, como la pérdida del respeto por el otro.
En episodios aislados, desconectados unos de otros, vemos que aun en un contexto de innegable degradación y deterioro, la buena educación y el respeto sobreviven como un valor en la consideración social. Mientras el atropello y la violencia tengan un costo, aunque sea simbólico, podremos decir con alivio que “no todo está perdido”.