La Salada, una historia emblemática del país ilegal
La Salada constituye uno de los fenómenos más sintomáticos del país de las últimas décadas. Su descubrimiento en la semiclandestinidad hacia principios de los 2000 le ha valido varias denomin...
La Salada constituye uno de los fenómenos más sintomáticos del país de las últimas décadas. Su descubrimiento en la semiclandestinidad hacia principios de los 2000 le ha valido varias denominaciones: desde “shopping de los pobres” hasta “uno de los grandes centros de comercio ilegal de América Latina”. Ambas ya anacrónicas por corresponderse con la expansión vertiginosa de su ecosistema desde 2002 al calor del tipo de cambio posconvertible y la reestructuración de la industria textil desde hacía treinta años.
Algunos pequeños empresarios quebrados creyeron hallar en la informalidad una vía de salvataje; pero fueron desbordados por la marea de inmigrantes bolivianos que arribaron al país en los 80. En sus talleres domésticos procedieron a falsificar a las grandes marcas e instalaron sus mantas y puestos en estaciones ferroviarias, terminales y arterias estratégicas. Su éxito resultó asombroso: miles de clientes hallaron allí prendas a un valor hasta tres cuartas partes más bajo que en centros comerciales y shoppings. Pero tras ellos también llegaron los efectivos policiales e inspectores municipales y exigieron, a cambio de tolerancia, “peajes” que prácticamente anulaban sus márgenes de ganancia.
Después de la hiperinflación de 1989-90, los vínculos comunitarios se propusieron sortear las exacciones, lo que los indujo a concentrarse dos veces por semana en el Puente 12 de la autopista Riccheri en su intersección con el Camino de Cintura. Requirieron de referentes para laudar los espacios entre sí y negociar mejor con los agentes públicos. Surgieron sus dos caudillos primigenios: Gonzalo Rojas Paz y Enrique “Quique” Antequera, quienes tramitaron el traslado a un predio arrendado colectivamente en el Mercado Central. Pero unos meses más tarde fueron expulsados por el incumplimiento del pago acordado pese a que los puesteros juraban el abono puntual de sus cuotas. La maniobra extendió la sospecha de una estafa mayúscula, cimiento de un modus operandi mafioso y cleptocrático.
Los acontecimientos se precipitaron poco después desde un flanco impensado: la oferta en 1992 de un espacio permanente por la venta de uno de los tres balnearios semiabandonados de LS; el viejo complejo turístico popular de Ing. Budge, Lomas de Zamora. No sin reparos, se les confirió a los referentes la gestión de la compra y la escrituración, quienes prometían convertir a los demás pioneros en socios de un predio ferial. Villa La Noria se convirtió, así, en la “sociedad anónima” Nuestra Señora de Urkupiña.
Terminado el trámite, empezó el éxodo que debió afrontar la dura tarea de relleno de los piletones e instalaciones en medio del lodazal rivereño. Los temores sobre la calidad de la delegación no tardaron en confirmarse: Rojas y Antequera aparecieron como los depositarios del 70% del capital accionario de la SA, y arrojaron al resto a un 30% disciplinado por un aparato propio de nuevos vendedores incondicionales y delatores. El descontento quedó eclipsado por el trabajo intenso y la operatividad nocturna del complejo, que, en los hechos, terminó convertido en un aparato territorial cuyos punteros significativamente pasaron a llamarse “administradores”.
Una vez arrancada la venta del segundo de los tres recreos, la nueva feria Ocean fue diseñada por Rojas Paz como “cooperativa” para descomprimir el descontento de los estafados de Urkupiña. Pero estos, temiendo una nueva malversación, se le anticiparon inscribiéndola en el Instituto Nacional de Asociativismo y Economía Social. Su proyecto, inspirado en su pasada experiencia en la Triple Frontera, experimentó, entonces, su primera fractura.
La segunda se produjo a raíz de la venta del tercer y último balneario, Punta Mogote, al zapatero de Ocean, Jorge Castillo. Hasta entonces, un lúcido y carismático denunciante de sus precursores, pero que no tardó en perfeccionar sus métodos aditándoles su extrovertido estilo comunicacional. Una vez organizada como “sociedad comandita por acciones”, su simpatía bonachona no tardó en mutar en una autoridad intimidante conjugada con una fina inteligencia para reinvertir y blanquear los alquileres de sus locales y las expensas del resto sin rendición de cuentas ni reparto de dividendos.
Punta Mogote fue el emblema de la expansión de LS desde 2002. Su caudillo se lanzó a una frenética tarea de acondicionamiento: lo techó, diseñó pasillos anchos, locales cómodos, 3 pisos de estacionamiento y una rigurosa seguridad en la que confluían sectores de la policía bonaerense, una agencia privada y barras bravas de la zona. Los servicios requeridos por la feria fueron provistos por empresas de su propiedad a nombre de testaferros: construcción, instalaciones eléctricas, seguridad, medios (dos radios), financieras y hasta una casa de cambios. Prosiguió comprando establecimientos agrícolas y ganaderos en todo el país y fundando dos sociedades off shore en Panamá. Consolidó, asimismo, el complejo como polo mayorista nacional mediante una red de quinientas “saladitas” que desbordaron las fronteras y encendieron los radares de gobiernos de la región, la UE y, últimamente, de Estados Unidos.
El resto, una historia con sus hitos y etapas hasta el episodio de hace unas semanas. Por caso, la detención a fines de 2001 de Rojas Paz junto a su esposa y cara visible, Mery Saravia, su socio Antequera y su dudoso suicidio tras sufrir todo tipo de vejaciones; la transición del liderazgo a Castillo en los 2000; las sucesivas batallas campales del desalojo de la inmensa Feria a cielo abierto “de la Rivera” hasta aquella memorable de 2013 dispuesta por la Acumar. Luego, el cierre de la callejera regida por barrabravas y delincuentes seguida por la primera detención de Castillo en 2017. Por último, y tras recuperar su libertad en 2019, su exitosa estrategia de sortear la cuarentena merced al manejo de redes sociales y logística, multiplicando su fortuna, bajando su perfil y distanciándose tácticamente del complejo.
Pero LS es solo la cara visible del submundo sórdido derivado de la economía ilegal del textil clandestino: desde pequeños talleres a façon hasta el régimen esclavista de “cama caliente” asociado con tratantes, contrabandistas y narcotraficantes. Los precios ínfimos residen, además, en la omisión del pago de todo tipo de impuestos y servicios públicos cuando resultan de tomas territoriales con sus concomitantes “enganches” ilegales.
No por eso se debe suponer un Estado desertor, sino su metamorfosis venal mediante gravámenes furtivos que terminan alimentando las cajas negras de la política municipal y judicial a través de los canales policiales. Un ordenamiento tensado por la insaciabilidad de los funcionarios; luego reproducida por los administradores respecto de puesteros que, no obstante, abonan alquileres cuya exorbitancia revela ganancias superlativas de orígenes inconfesables. De ahí, las claves de las sucesivas crisis que preanuncian su fin, en los hechos, imposible.
Y eso, por su enorme popularidad: ofrece trabajo a miles de personas como personal de seguridad, trabajadores puesteros, empleados, carreros, vendedores ambulantes de alimentos y bebidas, etc. Encuentran allí un dispositivo crucial no de progreso, pero sí de supervivencia según las coordenadas de la administración de la pobreza. Por último, indumentaria barata que ya no abastece solo a los pobres, sino también a amplios sectores medios de todo el territorio nacional. Hoy, el “shopping de los pobres” del conurbano se cuenta entre los cinco mercados ilegales más grandes del planeta.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores republicanos
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/opinion/la-salada-una-historia-emblematica-del-pais-ilegal-nid01072025/