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La ópera, de la mano de Billy Budd

En La novela luminosa, Mario Levrero dejó en claro que no soportaba la ópera: no entendía, decía, cuál era la gracia de ponerse a escuchar gente gritando. La definición toca una fibra de todo...

La ópera, de la mano de Billy Budd

En La novela luminosa, Mario Levrero dejó en claro que no soportaba la ópera: no entendía, decía, cuál era la gracia de ponerse a escuchar gente gritando. La definición toca una fibra de todo...

En La novela luminosa, Mario Levrero dejó en claro que no soportaba la ópera: no entendía, decía, cuál era la gracia de ponerse a escuchar gente gritando. La definición toca una fibra de todos aquellos que se ven de pronto enfrentados en una radio clásica con Norma o alguna otra proeza del bel canto después de un Mozart serenador.

A la óperafobia del escritor uruguayo no le falta en parte razón. Los estruendos líricos como trasfondo pueden ser una tortura, a menos que se trate tal vez de un aria conocida suelta. Fue su frase, sin embargo, lo que no está en su razonamiento, lo que por contraste me hizo notar que escuchar ópera en disco puede ser un contrasentido. La escucha a ciegas solo puede justificarse libreto en mano o conociendo cada uno de sus detalles. La ópera –se me pasaba por alto esta obviedad– fue hecha para el oído, pero también para la vista. Un buen DVD o cualquier símil es, bien pensado, una experiencia más satisfactoria. Verla en vivo, lo decisivo.

A Levrero –admirable hasta en el error–, al equívoco de aquella frase, le debo haberme hecho hace añares de mi primera ópera filmada. Era una vieja versión para televisión que hizo la BBC de Billy Budd, del inglés Benjamin Britten (1913-1976). Es justamente la obra que se representa en estos días en el Teatro Colón y que, para cerrar el círculo de aquel hallazgo, me acerqué el fin de semana a conocer de primera mano.

Britten es un compositor variado, con un estilo propio, algo ecléctico, lejos de los riesgos de un Schoenberg o de un Alban Berg. Tiene en mi caso, de todas maneras, un valor sentimental añadido: fue su Suite para violoncello N°1, op. 72, la primera pieza que me llevó a explorar la música del siglo XX, por fuera del jazz o del rock.

A sus óperas llegué mucho después, por la afinidad electiva de sus fuentes literarias, también presentes en sus canciones (como el ciclo dedicado a las Iluminaciones de Rimbaud): Albert Herring (1947) toma un cuento de Maupassant; La vuelta de tuerca (1954) y Owen Wingrave (1973) se basan en relatos de Henry James. Sueño de una noche de verano (1960) es sinónimo de Shakespeare. Y su Muerte en Venecia (1973), tal vez la mejor de todas, apenas posterior a la película de Visconti, decanta por Thomas Mann.

La elección de Billy Budd es, en cambio, menos evidente: ¿por qué inspirarse en una nouvelle póstuma de Herman Melville que, además, no es lo mejor del escritor estadounidense, que dejó Moby Dick y Bartleby, pero también descalabros como Mardi? Cuando se estrenó la ópera original en el Covent Garden, en 1951, algunos hicieron hincapié en la tensión homoerótica de la historia. Al colega rival William Walton –seguramente envidioso del homosexual Britten, de su pareja, el tenor Peter Pears, que personificaba al capitán Vere, o del libretista, E.M. Forster, el autor de Pasaje a la India– le atribuyen haberla rebautizado The Bugger’s Opera (haciendo un juego de palabras con el clásico teatral The Beggar´s Opera).

Pero las experiencias directas, sin intermediaciones, también sirven para desbaratar mitos. Las tensiones de Billy Budd son multidireccionales. Transcurre en un barco británico, el Indomable, en 1797, durante la guerra con la Francia revolucionaria. Billy Budd, rescatado del mar –había sido parte de otra nave llamada “Derechos del hombre”– es la encarnación de la inocencia, la bondad desinteresada y la belleza, tanta que lleva al maestro de armas, Claggart, a buscar destruirlo. Si se conoce la ópera de antemano se está al tanto de su detalle más singular: en ese ambiente marino todas las voces son masculinas, con una predominancia de bajos y barítonos (aunque Vere, el capitán es tenor). Es uno de los matices que en un disco tiende a quedar en segundo plano. Se vuelve en cambio poderoso y central en ese escenario poblado, ese barco claustrofóbico donde entre los oficiales cunde el temor infundado de un motín. De pronto, no se está solo escuchando música. Se está ahí, siendo parte, como un tripulante más, de una tragedia. Ese el misterio teatral y musical, imborrable, de las óperas in situ como este Billy Budd que se estrenó por primera vez en estas costas.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/la-opera-de-la-mano-de-billy-budd-nid10072025/

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