La Argentina y EE.UU., en una nueva encrucijada histórica
Las relaciones entre la Argentina y Estados Unidos están atravesando un período de excepcionalidad. Las razones son de índole diversa: geopolíticas, de alineación ideológica entre sus respect...
Las relaciones entre la Argentina y Estados Unidos están atravesando un período de excepcionalidad. Las razones son de índole diversa: geopolíticas, de alineación ideológica entre sus respectivos gobiernos, y también personales, que cumplen un papel central en los procesos históricos. Por caso, la amistad entre los presidentes Javier Milei y Donald Trump. Su expresión más idónea es el “Acuerdo Caputo-Bessent” como posible clausura del gran trastorno de la relación entre nuestro país y la Europa industrial desde 1930: la escasez endémica de divisas y sus concomitantes ciclos stop and go. Revisemos un poco ese problema durante su primer eslabón hace aproximadamente un siglo.
Ya desde principios de la centuria, los EUA venían descollando discretamente en nuestro desarrollo. Entre 1903 y 1907 se radicó en el país el denominado “Trust de Chicago” de frigoríficos que introdujeron la innovación de la carne “enfriada”. Como lo demostraron las investigaciones de Jorge Sabato y Jorge Schvarzer, tal instalación supuso un sistema de rotación a gran escala entre ganadería ultrarrefinada y la agricultura del trigo, el maíz y el lino en el corazón de la Pampa Húmeda; partida de nacimiento del “granero del mundo”. Su telón de fondo fue la puja secreta ente ingleses y norteamericanos plasmada en las sucesivas “guerras de las carnes” que convirtieron a los propietarios de la región núcleo bonaerense en una de las burguesías más ricas del mundo. La Argentina celebró ostentosamente así su primer Centenario en medio de un dilema aun tácito pero más perceptible durante la Gran Guerra de 1914 y los años 20.
Fue en ese periodo que EUA expandió y diversificó sus inversiones abarcando el ensamble de automóviles, los bienes eléctricos, medicamentos, artículos de tocador y útiles de oficina, cemento Portland, petróleo y la maquinaria agrícola. La Argentina constituía el mercado más atractivo del continente menos por cantidad demográfica que por la calidad de sus clases medias de consumos análogos a los de las estadounidenses. Y una fuerza laboral enormemente permeable a las innovaciones tecnológicas por su sistema educativo de vanguardia. Su impacto sobre la estructura del comercio internacional argentino entusiasmó a la clase dirigente, que lo creyó un designio que nos reubicaba en el camino anterior a la Guerra con estos curiosos retoques. Percepción engañosa que pasaba por alto las tendencias bilateralistas del contexto internacional.
El alza sustancial del precio de nuestras commodities agrícolas, que contradecía la tendencia registrada desde fines del siglo XIX, no se debía solo a la reconstrucción de posguerra sino a la desaparición de un gran bróker competidor en ese mercado: Rusia. Pero por sobre todas las cosas, el formato fáctico triangular de nuestro comercio exterior omitía que el superávit con Europa no compensaba el déficit con unos EUA herméticos respecto de nuestra producción tradicional. El avance norteamericano, entonces, generó un proceso de endeudamiento para el pago de importaciones y de utilidades que solo la euforia de los golden twenties impidió percibir en su magnitud.
Por lo demás, lejos de retornarse al multilateralismo anterior a la Guerra, las relaciones comerciales tendieron a restringirse sobre la base de los balances comerciales. Y ya hacia 1927, Gran Bretaña nos lo hizo saber amenazando con romper las “relaciones privilegiadas” de sus compras de carne sustituyéndolas por las del Commonwealth. El segundo gobierno de Yrigoyen, atento a los riesgos, se atuvo a un tratado, el D’Abernon-Oyhanarte, que la crisis de 1929 y su correlato político interno -que culminó con el derrocamiento del caudillo radical al año siguiente- impidieron homologar. No tardaría en sustanciarse, un año después de instaurado el régimen conservador, en el discreto “Pacto Roca-Runciman”.
Fue el fin del prodigioso triangulo comercial de la década anterior en contra de los intereses de los importadores e industriales norteamericanos que, no obstante, intentaron sortear mediante un flujo residual de inversiones en las industrias del caucho y textiles, compensando en el mercado interno los aranceles y barreras cambiarias. Silenciosamente, la economía argentina estaba experimentando una mutación solo advertida por dirigentes aislados. Por caso, las consecuencias del desplome de nuestra producción agrícola, las consiguientes migraciones internas hacia las grandes ciudades litoraleñas y una industrialización inercial a instancias de esa fuente sorpresiva de trabajo coincidente con producción de nuevas materias primas como el algodón chaqueño para las textiles y el cemento Portland de Olavarría para la construcción privada y las reforzadas obras públicas viales.
Hacia principios de los 40, la resignación fatalista al nuevo paradigma y los riesgos fiscales de su diversificación a futuro fueron advertidos por algunos funcionarios y figuras públicas de nota. Sugirieron la reconfiguración de nuestra ingenua industrialización especializada y asociada al gigante del norte en las escalas ofrecidas por el resto de Sudamérica, particularmente Brasil. Mientras tanto, la Argentina afianzó durante la nueva conflagración la misma actitud neutralista que en la primera pero desde la revolución militar de 1943 terminó incubando simpatías cada vez menos disimuladas por el Eje nazi fascista derrotado dos años más tarde. Y pese a la adecuación sobreactuada a la nueva realidad internacional, el nacionalismo antibritánico y antinorteamericano del peronismo bloqueó nuestro ingreso en los acuerdos de Bretton Woods, primero, y el Plan Marshall más tarde. Apostaba a una tercera Guerra Mundial entre EUA y la URSS.
Esa guerra no ocurrió, y el “gasto a cuenta” de las reservas extraordinarias acumuladas en la posguerra cimentó el déficit fiscal y una espiral inflacionaria que se convertiría en el emblema del “siglo XX históricamente largo” nacido en 1930. Por entonces, la Argentina soñó con diseñar su propia versión de potencia industrial diversificada, aunque concentrándose en un mercado interno de pocas escalas y sostenida por un agro marginal que inauguró una puja distributiva extenuante. Mirado el proceso en perspectiva, así como nos adecuamos bien a las necesidades de la Europa industrial desde fines del silo XIX no supimos ni quisimos hacerlo respecto de EUA, encerrándonos en un autarquismo antinorteamericano solo alterado esporádicamente más por la necesidad que por convicción. Un camino con altibajos que no pudo alterar el carácter semicerrado de nuestra economía cuyo estrangulamiento externo motivó un crecimiento espasmódico, y desde hace medio siglo, socialmente excluyente.
Llegados aquí, cabe formularos algunas incógnitas a dilucidarse en el corto y el mediano plazo. ¿Hasta qué punto la inflexión de nuestros días no deja de ser un fenómeno coyuntural? ¿Cómo se configurará el nuevo patrón de desarrollo concomitante? ¿Logrará trascender los gobiernos de sus signatarios? ¿Se adaptará el resto de la clase política y dirigente al nuevo paradigma y a sus tiempos ralentizados por lo que queda de nuestra tradición social igualitaria y los atrasos estructurales que abarcan de la educación a las comunicaciones? Una cosa es segura: se le está abriendo al país una oportunidad pendiente desde hace cien años. Tal vez, la llave de nuestra complejísima puerta de ingreso en el siglo XXI sin los extravíos entre ingenuos y megalómanos del XX.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos