La Argentina “árida” como motor de la nueva modernización
Una cosa es conseguir los apoyos parlamentarios para aprobar leyes que antes de la elección del 26 de octubre parecían si no utopías al menos objetivos ambiciosos, y otra muy diferente es manten...
Una cosa es conseguir los apoyos parlamentarios para aprobar leyes que antes de la elección del 26 de octubre parecían si no utopías al menos objetivos ambiciosos, y otra muy diferente es mantener y profundizar las nuevas reglas del juego en el largo plazo. Para lo primero alcanza con que el oficialismo adopte una actitud negociadora, persuada a una masa crítica de gobernadores y legisladores ideológicamente afines y evite errores no forzados que obstaculicen el proceso legislativo. El país se beneficiaría parcialmente debido a la nueva normativa, pues quedaría la duda respecto de su perdurabilidad en el mediano y largo plazo; el test ácido sería una alternancia en el gobierno. Si, en efecto, en el futuro otra fuerza política ganara una elección presidencial y mantuviera los principios fundamentales de la actual política económica, entonces los principales agentes económicos podrían finalmente recuperar la confianza en el país.
Para que esto ocurra, deberían pasar dos cosas: que los beneficios de las reformas económicas sean tan evidentes que resulte irracional introducir modificaciones que alteren el clima de negocios, o que se constituya una coalición de actores económicos, políticos y sociales que respalde el esfuerzo transformacional durante la definición, implementación y eventuales reajustes del proceso reformista. Lo primero puede promover un respaldo circunstancial, pero no decisivo. Lo segundo, por el contrario, implicaría una modificación muy sustantiva de la correlación de fuerzas a favor de una modernización capitalista. La Argentina ya experimentó la primera hipótesis: en la década de 1990, logró avances significativos en la agenda de reformas estructurales, pero luego se estancaron. Los shocks externos y la inacción de las autoridades profundizaron su impacto y, a pesar de que el programa de la Alianza tenía sólidos atributos promercado, no pudo evitar la crisis final del régimen de convertibilidad. Todo ese enorme esfuerzo no sirvió prácticamente para nada: la reversión Estadocéntrica en versión populismo tercermundista que implicó el kirchnerismo terminó en una crisis estanflacionaria de la que aún nos cuesta muchísimo salir.
Construir una coalición amplia, plural, geográficamente diversa y sensible a las nuevas oportunidades de desarrollo que tiene el país gracias a los cambios en el sistema internacional, incluyendo la nueva dinámica geopolítica, puede dar a este proceso de cambio sustentabilidad, resiliencia y capacidad de aceleración. Todo eso contribuiría a consolidar el círculo virtuoso al que se refirió Marcos Buscaglia el domingo pasado en La Nacion. La economía política del proceso de reformas es tanto o más importante que la solvencia técnica, la secuencia y la adaptabilidad de los actores económicos a las nuevas reglas del juego. En particular, no deben desestimarse el shock de confianza y el efecto positivo que implicaría en la extensión de los horizontes temporales para un sistema político y económico obsesionado con el cortísimo plazo o, a lo sumo, con el próximo proceso electoral. Más aún, en vez de promover cambios constitucionales para modificar el calendario electoral, mucho más lógico, austero, conducente y positivo sería incrementar exponencialmente el respaldo al proceso de reformas estructurales aprovechando las ventajas de la nueva geografía económica de esta etapa crucial en la que entró la Argentina.
Históricamente, el número de provincias o regiones “modernas” (las vinculadas a la economía mundial vía la exportación de bienes y la inversión extranjera directa) fue muy acotado. En general, se trataba de la región pampeana más cercana al puerto y, a partir de la extensión de los ferrocarriles y más tarde de la red vial complementaria, zonas algo más periféricas ligadas a la exportación de commodities alimentarias y luego productos destinados al consumo interno, sobre todo de las grandes urbes. Ese era un país en el que “la civilización”, en el esquema sarmientino, se limitaba a las grandes ciudades y su hinterland productivo. Pero buena parte del interior no lograba beneficiarse directamente de esos mecanismos transformadores.
El país enfrenta ahora una oportunidad sin precedentes: la Argentina “árida” se puso en valor. Los motores más extraordinarios de crecimiento y desarrollo están localizados en regiones que en el modelo previo eran consideradas, con un sesgo peyorativo, “marginales”, “inviables” o “del interior profundo”. Una visión equivocada, sobre todo a partir del momento en que la economía del conocimiento se había convertido en protagonista central del capitalismo global. De cualquier manera, hoy tanto la Cordillera como el inmenso sur constituyen la gran esperanza del país. Esto no significa que la pampa húmeda no mantenga su lugar de privilegio dentro de una estrategia diversificada e inteligente de inserción en el mundo: el agro continúa consolidado como fuente de riqueza. Por otra parte, muchos sectores de la industria pueden y deben reconvertirse y prosperar, sobre todo si las nuevas reglas del juego, como la modernización y la simplificación tributaria, promueven la inversión, la competitividad sistémica y el aumento de la productividad. Y el potencial de crecimiento de la economía del conocimiento, que ya exporta casi US$10 billones anuales, no debe desaprovecharse. En todos estos sectores, nuestro ecosistema emprendedor está en condiciones de hacer una diferencia de manera inmediata.
Para que todo esto se cristalice, es necesario que el Gobierno incorpore en la agenda temas claves que mantiene omitidos o absurdamente relegados. En primer lugar, la cuestión de la infraestructura física, particularmente (pero no solo) en términos de movilidad. El país necesita con urgencia un plan estratégico que defina las prioridades y contemple con creatividad y lucidez los mecanismos de financiamiento disponibles. Se trata de una condición necesaria en términos de competitividad y de una fuente de dinamismo y generación de empleo. En segundo lugar, tampoco hubo compromiso genuino con la calidad institucional, que está probado que resulta indispensable para el desarrollo de economías de mercado. Es cierto que el caso de China cuestiona la literatura institucionalista, pero se trata de un modelo basado en un férreo control por parte del Estado y no puede considerarse un sistema democrático.
Otro elemento central que brilla por su ausencia: resulta imperioso recrear efectivos mecanismos de movilidad social ascendente para revertir la larga decadencia y el pavoroso empobrecimiento que sufrimos como sociedad y así reconstruir a nuestra clase media. Eso requiere instrumentar un shock de calidad en el acceso y provisión de bienes públicos fundamentales como la educación y la salud. Es cierto que ambas dependen de las provincias: pues bien, los acuerdos que se alcancen (sobre todo en el reparto de recursos) deben estar condicionados a una mejora objetiva en esas áreas. El sistema de salud debe reinventarse, ya que es inmoral que sus profesionales, en especial los médicos, sigan ganando una miseria. Y en la era de la inteligencia artificial no podemos seguir un sistema educativo anacrónico e hiperburocratizado, incapaz de entrenarnos (a chicos y adultos, pues hoy la formación es continua) para garantizar nuestra empleabilidad en esta nueva economía que demanda nuevos saberes y valora los viejos oficios. Necesitamos una ciudadanía sana, bien alimentada, con acceso a un hábitat adecuado y con todos los servicios esenciales y, en especial, crítica, informada, intelectualmente curiosa, capaz de reinventarse, con habilidades para la comunicación y para interactuar en redes de geometrías variables.