¿Cuántos años tenías cuando se canceló el show de Morrissey? En mi caso: 29. Y también 39, 40 y 41.
La semana pasada se confirmó que el cantante británico, de 66 años, daba de baja por tercer año consecutivo su gira por América Latina y, en el mismo acto, se caía el plan de fin de semana de las quince mil personas que íbamos a verlo en Buenos Aires el sábado. Morrissey, que alcanzó la fama a los 25 como el bello y torturado frontman de The Smiths, es a esta altura un anulador serial. Hay estadísticas que documentan esa reputación: según el sitio especializado We Heart Music, su tasa de cancelación pasó del 0% en 2004 (asistencia perfecta) al 27% en 2014 y al 39% en 2024.
Las excusas de “Moz” para ausentarse son variables. Una vez culpó al dengue y otra habló de “amenazas creíbles contra su vida”. La mayor parte del tiempo, sin embargo, el argumento es “cansancio extremo”. No debería sorprender a nadie: sus giras son un eterno work in progress que se expande con la indolencia de un derrame de petróleo por el hemisferio norte hasta tocar las costas más marginales. Si dos días antes de llegar a tu país Morrissey suma una maratón de recitales nuevos en el Mapache Tuerto Casino & Resort de Dakota del Este, ya sabés cómo termina.
Como esas cancelaciones vienen afectando casi exclusivamente a América Latina (el último tour incluía Ciudad de México, Buenos Aires, San Pablo y Lima, entre otras), el público de esta parte del mundo está decepcionado y se lo hace notar en redes: “¿Me hacés un favor? Nunca, nunca, nunca más agendés un recital en Brasil”, “Ya no te queremos en México”, “Por eso The Cure es mejor”, escriben en Instagram, donde se acumulan los reclamos más recalcitrantes. Él jamás responde, por supuesto. En X (exTwitter) la gente se lo toma con más ironía: “A Morrissey nadie lo puede cancelar porque él siempre te cancela primero”, dice una usuaria. Quizás el más inspirado sea el haiku del periodista José Bellas: “Morrissey me salvó / la vida, a los 16 / que haga lo que quiera”.
Coincido. Me niego a enojarme con él. A mis 41 sigo encontrando que hay una línea suya para cada tragedia humana: la inseguridad adolescente (“Y si te sobran cinco segundos, te cuento la historia de mi vida: 16 años, torpe y tímido. Esa es la historia de mi vida”), el tedio adulto (“Estaba buscando trabajo y de repente encontré uno, y Dios sabe que ahora soy miserable”) y también el amor (“Morir a tu lado es una forma tan celestial de morir”). Todo cantado en ese barítono terso, entre mordaz y suplicante.
A pesar de los plantones (y de sus opiniones “políticamente incorrectas”), Morrissey sigue siendo un artista masivo. En sus primeros 40 años de carrera vendió unos 25 millones de discos y hoy su obra -entre The Smiths y solista- suma otro tanto en reproducciones mensuales en Spotify. Yo sigo sacando entradas para sus conciertos sabiendo que es una pésima inversión porque ese dinero me lo devolverán meses después y devaluado. Sigo cantando sus canciones en la calle, como cuando era chico. Sigo esperando que vuelva. Sigo creyendo que esta maldición puede romperse.
El otro día imaginé a uno de esos rancheros de Dakota del Este que ahoga sus penas en el bar del Mapache Tuerto Casino & Resort. En el escenario, a sus espaldas, un inglés sesentón canta “Last Night I Dreamt That Somebody Loved Me” (“Anoche soñé que alguien me amaba”). El ranchero recuerda -recuerda todo el tiempo- ese amor que dejó escapar mientras se demoraba en sus cultivos y ganado. Cree que nunca volverá a ser feliz de la misma manera, tan intensa, tan total. Piensa que es el hombre más triste del planeta. No sabe que cientos de miles de personas en el sur del mundo darían casi cualquier cosa por estar en su lugar.
Fuente: https://www.lanacion.com.ar/cultura/hay-una-luz-que-nunca-se-apaga-nid10112025/