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El hombre que bordaba para huir del ruido

Cuando Sebastián Hacher, cronista y escritor, dejó la ciudad para irse a vivir al campo, “al monte”, como él dice, en una pequeña casa que construyó casi con sus propias manos, lo hizo en ...

El hombre que bordaba para huir del ruido

Cuando Sebastián Hacher, cronista y escritor, dejó la ciudad para irse a vivir al campo, “al monte”, como él dice, en una pequeña casa que construyó casi con sus propias manos, lo hizo en ...

Cuando Sebastián Hacher, cronista y escritor, dejó la ciudad para irse a vivir al campo, “al monte”, como él dice, en una pequeña casa que construyó casi con sus propias manos, lo hizo en busca de un objetivo claro: paz. Silencio y paz. Pero durante su primer invierno agreste, entre pastos crecidos, árboles y cielos enormes, descubrió que poner las manos en movimiento era una necesidad imperiosa, ahí donde el frío y la quietud entraban en una contradicción extrema. Sin embargo, la puesta en marcha de la huerta, clásico de la narrativa bucólica reversionada en el último tiempo por autores como Federico Falco (Los llanos), no estaba en su horizonte de posibilidades. Sebastián Hacher prefirió algo mucho menos directo; algo imprevisto en alguien que, cómo él, trabajaba como jefe de redacción de un sitio de noticias judiciales. Decidió aprender a bordar. Y no solo eso: reemplazó su trabajo en la agencia por trabajos free lance para estar más tranquilo y disfrutar de su nuevo marco habitacional. “Cuando me corrí de ese puesto encontré un espacio de autorreflexión y silencio, y el bordado apareció entonces junto con una memoria de mi abuela modista, del crochet y del macramé, de una infancia ligada al universo textil”, comparte, y agrega que los estereotipos de género no le fueron del todo indiferentes al inicio del proceso: “La primera vez que me saqué una foto bordando se la mandé a mi grupo de amigos y me decían: ‘No la publiques, no seas loco’. Les parecía raro que me mostrara en esa faceta. Ahora lo pienso y me mato de risa”.

Primero tomó clases de ñandutí, un bordado de origen paraguayo al que define como “una especie de encaje”. Luego se fueron sumando otros maestros, otras búsquedas, nuevas ideas. “En ese momento yo hacía también un taller de retoque de fotos, porque siempre tuve un pie puesto en la fotografía, y en un momento comenzamos a pintar fotos antiguas. En ese contexto, sin buscarlo, me topé con imágenes de los mapuches prisioneros de la llamada ‘Conquista del Desierto’, fotos que les tomaron cuando estaban encerrados en el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, donde hicieron una especie de estudio antropológico con personas vivas. Así que muy tímidamente, se me ocurrió que podía bordar esas fotos”, recuerda Hacher. Muy pronto aquel gesto se transformó en un proyecto más ambicioso: bordaría fotos de todos los sobrevivientes de los que hubiera registro y lo haría, concretamente, en el sur argentino. “La propuesta terminó siendo recrear el camino que hicieron los prisioneros, con fotos bordadas de 30 por 45 de cada uno de ellos. Recorrí de Viedma a Bariloche, bordando junto a personas de diversas comunidades. Estuve dos años haciendo ese trabajo”, recuerda.

Primero tomó clases de ñandutí, un bordado de origen paraguayo al que define como “una especie de encaje”. Luego se fueron sumando otros maestros, otras búsquedas, nuevas ideas

El punto es que al finalizar su aventura sureña (que culminó con una gran muestra en Bariloche, llamada Inakayal vuelve), se sumergió nuevamente en el campo, con otro objetivo en mente: ahora, quería reflejar en una gran manta la naturaleza que lo rodeaba. Fiel a su estilo, Hacher contactó a una bióloga, investigó su propio entorno, descubrió que había más de 25 plantas medicinales en 1000 metros cuadrados. El entusiasmo era total: las bordaría en una manta para plasmar el entorno en objeto; un viaje introspectivo y personal. Pero… siempre hay un pero. Paradoja por excelencia, Sebastián se topó con un obstáculo imprevisto en su lugar idílico: el ruido generado por sus vecinos que escuchaban música a todo volumen. Así, de repente. Cada vez que intentaba sumergirse en el silencio meditativo del bordado, Vilma Palma irrumpía como una grieta oscura en la naturaleza silente. “Tuve que escribirlo”, explica al indagar en el germen de Cicuta para los oídos, su flamante libro publicado por Eterna Cadencia.

Hacher decidió tomar el toro por las astas: ante la impotencia, narrar el periplo de su alter ego para escapar del ruido feroz incrustado en el entorno agreste. “Cuando terminó esa aventura del sur volví a mi casa, volví a habitar mi campo, y empecé a investigar sobre las plantas que me rodeaban con la idea de bordarlas y estamparlas en una manta. Pero en ese proceso, descubrí que el ideal de naturaleza prístina no era tal. Es decir; mientras yo trabajaba con la naturaleza del monte, alrededor estaban pasando un montón de otras cosas que quedaban afuera e incluían a mis ‘vecinos musicales’. Y ahí entendí, me dije: ‘Yo estoy trabajando sobre la naturaleza y sobre el bordado, entendiendo al bordado como una forma del silencio, pero a la vez tengo esta pelea constante con un submundo que me impide llegar a ese estado que busco’. Me resonó mucho la contradicción de vivir en el campo, buscar silencio y no poder encontrarlo”.

De ahí que el protagonista llegue a obsesionarse con ese sonido omnipresente que lo tortura incluso luego de una ceremonia de temazcal que realiza junto a un grupo de amigos, ahí donde el contacto con la tierra, la oscuridad, el calor y la sensación de regreso al vientre materno parecen casi una utopía posible

A partir de la escritura, entonces, la decisión fue llevar a un extremo esa contradicción, habitarla, diseccionarla y convertirla en historia. El ruido, en el libro, se vuelve prácticamente un personaje más, metáfora de lo inevitable. “Me gusta habitar las cosas con asombro y con cierta inocencia, pero viendo el doblez que tienen. Me interesa siempre lo dual, lo no idealizado –explica Hacher-. El ruido es inevitable y eso quise mostrar en el libro. A un olor podés acostumbrarte o taparte la nariz; podés cerrar los ojos ante lo que no querés ver, salir corriendo para protegerte; tirarte agua fría para refrescarte, pero no podés apagar los oídos. El sonido es inapelable. A mí el tema me atravesaba, y si mi indagación sobre la naturaleza, el bordado y el silencio no abrazaba esto otro, iba a ser hipócrita; una cosa medio naif y falsa”.

De ahí que el protagonista llegue a obsesionarse con ese sonido omnipresente que lo tortura incluso luego de una ceremonia de temazcal que realiza junto a un grupo de amigos, ahí donde el contacto con la tierra, la oscuridad, el calor y la sensación de regreso al vientre materno parecen casi una utopía posible. Y sin embargo, la barrera constante: al salir de la carpa las canciones de Gilda impregnan el ambiente y el personaje rompe en un llanto trágico o cómico según quién (y cómo) lo mire.

En el medio, el relato se va enriqueciendo con todo lo otro que rodea al narrador: las plantas, los colores, las reflexiones, las fantasías de venganza, la manta que pese a todo va tomando forma, los personajes secundarios que orbitan el entorno, como Miguelito, ayudante y firme conocedor del territorio, o Maloca, la perra guardiana, el recoveco de instinto, animalidad y ternura para contrarrestar tanto enojo.

Durante la escritura del libro, cuenta Hacher, realizó una suerte de investigación personal que aparece plasmada en las páginas y descubrió que no está solo en esta cruzada: hay mucha gente (tal vez demasiada) que padece problemas con determinados sonidos o, incluso, sufre de fobias auditivas. “Hay una patología que tiene que ver con eso, la misofonía: mucha gente la padece –explica-. Tiene que ver con sonidos muy particulares: el ruido de la gente masticando, la respiración de los otros, el sonido de las máquinas. Es como la gente que le tiene fobia a los botones, algo que yo no sabía y descubrí hablando con otros”.

Cicuta para los oídos se presenta como novela pero es, en realidad, un híbrido genérico donde también hay lugar para otros registros, como los dibujos que ilustran, por ejemplo, las fantasías de venganza del protagonista, imposibles de traducir únicamente en palabras. “Me interesan los procedimientos, contar las historias con las herramientas que necesitan. Así como conté la historia de los sobrevivientes mapuches a través del bordado, lo de la naturaleza y el ruido requería dibujos y un storyboard, algo menos lineal que me iba a servir para contar algunas cosas, en especial esa indagación del personaje sobre la robótica y los planes alocados para vengarse de los vecinos”, dice Hacer. Hoy, muchos de esos objetos salieron del libro dispuestos a corporizarse en la vida real. De la manta, casi terminada, a las creaciones pseudo-futuristas dignas de una exposición. “El personaje fantasea con hacer una máquina que exteriorice lo que siente cuando un ruido lo molesta. Eso lo terminamos construyendo en la vida real: una máquina muy bella, de madera, con un martillo y un cerebro. El martillo golpea cada vez que hay un ruido molesto. Lo trabajé con Javier Bustos, un lutier que utiliza elementos de la electrónica; también con Doble A encuadernación, un estudio que hace cosas con madera; y con una escenógrafa que me está ayudando a dejar el cerebro muy lindo. Hay mucho más: el libro dejó un coletazo de objetos que se están materializando en la vida real y que posiblemente terminen agrupados en una muestra”, dice Hacher, que desde la pandemia dejó el campo para radicarse nuevamente en la ciudad.

¿Cómo convive con el ruido urbano? “Le escapo todo lo que puedo –asegura-. Descubrí cosas que me ayudan: gasté mucha plata en auriculares noise cancelling o incluso me voy de lugares: aprendí a irme de donde me siento incómodo. Hace poco empecé a usar tapones en público también, me dejó de importar la mirada ajena”. Aunque durante su etapa en el campo no conocía estas herramientas, Hacher no sabe si hubieran sido especialmente útiles: “No me parece coherente ir al campo y usar auriculares noise cancelling, es rarísimo, además estás introduciendo un elemento muy ajeno al ambiente”.

Mientras tanto, la manta, objeto-personaje, terminó protagonizando un relato circular donde es el autor quien pide ayuda y acompañamiento en medio de su diagnóstico de tinitus pos-escritura: una especie de zumbido constante producido por el propio cuerpo. “Compartí en redes que tengo tinitus y que ya no puedo bordar solo, así que pedí ayuda para poder seguir confeccionando mi manta –dice Hacher-. Me empezaron a invitar a talleres para bordar en grupo y muchos se acercaron a bordar conmigo una vez por semana. Me ayuda estar con otros”.

Una ironía que necesariamente se incorpora al relato continuo, casi una forma de ver la vida. Como señala Hacher entre risas, una epifanía en clave psicoanalítica: “La curva narrativa de la vida real es que, ahora, necesito huir de mi propio silencio”.

Fuente: https://www.lanacion.com.ar/conversaciones-de-domingo/el-hombre-que-bordaba-para-huir-del-ruido-nid31082025/

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