Edgar Bayley. Un poeta de la claridad que sabía muy bien quien era
Cuando Edgar Bayley dijo, en uno de sus poemas, “siempre me ha tentado la claridad”, en realidad hablaba de su labor como poeta. Fue su característica: solemos relacionar la tentación con lo ...
Cuando Edgar Bayley dijo, en uno de sus poemas, “siempre me ha tentado la claridad”, en realidad hablaba de su labor como poeta. Fue su característica: solemos relacionar la tentación con lo oscuro, mientras que “meridiano”, uno de los pocos adjetivos presentes en su obra, a la que él mismo llamaba “sustantiva”, designan la luz del pensamiento. Es que a diferencia de Francisco Madariaga o Enrique Molina, poetas intuitivos, Edgar fue un pensador de la poesía. No un teórico, pese a sus ensayos, sino un creador que se apoyaba en certidumbres nítidas, por no decir absolutas, estructuradas alrededor de un eje: la fraternidad. La “riqueza abandonada” que no terminará nunca es riqueza de todos, abierta para los “otros (que) verán el mar”.
Claridad que también se sustentaba en el personalismo de Emmanuel Mounier, su filósofo de cabecera, esa relación “de persona a persona” que implicaba, al mismo tiempo, contacto y distancia. Creo que el poema de Edgar donde esta relación surge con toda simplicidad es el de la jarra verde (cito de memoria, de allí la ausencia de comillas: esta jarra verde es todo lo que me queda, pero así estamos bien, cada uno por su lado). De modo inevitable, mis tendencias místicas de la época, y en realidad de todas mis épocas, no podían sino chocar con las ideas de Edgar, largamente maduradas. Inclinación que en mí le producía el más intenso escozor y que sin embargo despunta en sus poemas de la última época, donde la unión extática aparece, brevemente pero aparece, como una opción posible. Solo hoy me doy cuenta de que la diferencia de veinte años que mediaba entre ambos lo condujeron a imaginarme como su discípula, y que, para mal o para bien, mi íntima pelea consistió justamente en no serlo. ¿Y si la testaruda elección de los propios errores fuera otro de los puntos que nos unían sin que nosotros mismos lo supiéramos?
Pero más allá de las palabras –y parece increíble decir esto al evocar a un poeta– lo que guardo de Edgar en mi memoria es una imagen. Edgar tenía un jeep, famoso entre sus amistades y que era su auténtico álter ego. Lo que me fascinaba era el parecido entre los dos, ambos gigantones rojizos, borrascosos, de frente alta y cuadrada, dados a los bruscos sacudones que la gente se detenía a oír y a mirar. En ese jeep descascarado, no joven, oxidado y magnífico (a su propietario lo llamaban Edgar “el Magnífico”, yo sostenía que magníficos eran los dos), engendro de otros tiempos que rara vez había pasado por un taller mecánico, cierta mañana de los años setenta emprendimos viaje a San Martín de los Andes junto a mi hija de siete años y a una pareja amiga.
Ya al atravesar la provincia de La Pampa el piso del jeep se volvió incandescente. Entre aguantar con los pies en alto y bajar a patear piedritas en medio del paisaje más hosco y bello de la tierra no había vacilación posible. La situación habría sido menos riesgosa, es cierto, si, al elegir la ruta, Edgar hubiera obedecido las indicaciones de una guía de turismo a la que desechó de un plumazo, prefiriéndole otra que le pareció más linda y más corta. Yendo de la nada a la nada, un gaucho viejo pasó a lo lejos a caballo y se limitó a tocarse el sombrero, rígido y digno.
Bayley fue un creador que se apoyaba en certidumbres nítidas y en una idea de fraternidad
Edgar se rio como solo él solía hacerlo, con unas súbitas carcajadas que lo contorsionaban como sometiéndolo a una corriente eléctrica (la víctima habitual de esa alegría repentina fue siempre su compinche, el Coco Madariaga, correntino tímido, incapaz de hilar dos palabras y de reírse sin taparse la boca, que en cada encuentro de poetas esperaba temblando que un Edgar despiadadamente risueño lo anunciara como el próximo orador de la noche). Varias horas más tarde pasó otro jeep. Nuevo, reluciente, impecable. “Tuvieron suerte -nos consoló el conductor–, ¿cómo tomaron esta ruta?, por acá no va nadie, si no pasaba yo se quedaban plantados quién sabe cuánto”. El mecánico del pueblo nos miró con la sospecha pintada en el rostro.
En la última subida antes de San Martín, el gemelo de Edgar dijo basta. Fue inapelable. Una de las ruedas giró en falso al borde del precipicio. La nena, la pareja de amigos y yo saltamos a la vez y, acurrucados contra el murallón de enfrente, le suplicamos “¡Edgar, por favor, bajá!”. Edgar no se movió, el jeep tampoco. El único signo de vida era la rueda que patinaba sola. Ni nos miró, todo lo que veíamos de él era un perfil de una quietud perfecta que parecía acallar hasta los sonidos de la montaña. No se oía ni a un pájaro.
Cuando el clamor de la rueda se volvió más urgente, por fin bajó, sin prisa, y sin dignarse hablar –no habría sido su estilo confesar que buena parte de su vida quedaba allí–. Mentiría si dijera que compartí su sentimiento de pérdida. No lloré a su mellizo pero admiré, eso sí, el orgullo de su dueño, que no era, como a primera vista parecía, una testarudez absurda ni mucho menos un impulso suicida, sino una forma de la claridad. Otra forma, la suya, cierto resplandor como de sol negro que incluía, ahora sí, la parte oscura. Al admirar su orgullo entendí más que nunca su certeza de ser quien era, esa a la que resumía citando las palabras de Don Quijote, para él fundamentales, “yo sé quién soy”. Edgar lo sabía muy bien mientras se mantenía a bordo como el capitán que no abandona su barco: era sencillamente y nada menos que él. Con eso teníamos de sobra.
¿Quién era, entonces, Edgar? ¿Qué permanece de Edgar en mí? ¿Una vida en común prolongada a lo largo de algunos años, con lecturas, con vinos, con tangos en El Capitán Tito, ese boliche de La Boca de nombre premonitorio, y con tremendas agarradas sobre la poesía y los amores, o más bien esa cabeza plateada, erguida, altiva, recortada sobre el abismo para siempre?
Ciertas escenas perduran en los sitios donde han sucedido, casas encantadas que no solo se multiplican bajo techo sino también afuera, al aire libre. Nunca volví al lugar del suceso y supongo que el jeep no tardó en desaparecer, alguien al contemplar el drama se habrá precipitado para usarlo como chatarra. El que sin ápice de duda sigue ahí es Edgar Bayley, firme, sin largar su timón, mirando fijo hacia adelante y repitiendo como para sí mismo, o quizás para mí, “yo sé quién soy”.