Cómo es Rockstar: DUKI desde el fin del mundo, el documental de Netflix
Hacia la segunda mitad del documental Rockstar: DUKI desde el fin del mundo, disponible en Netflix a partir de hoy, 2 de octubre, el propio Duki resume sobre los versos de “No vendo trap”, su p...
Hacia la segunda mitad del documental Rockstar: DUKI desde el fin del mundo, disponible en Netflix a partir de hoy, 2 de octubre, el propio Duki resume sobre los versos de “No vendo trap”, su primera canción: “Conté mi vida, lo que yo hacía todos los días. Mi relación amorosa, mis dificultades, mis adversidades”. Nueve años después, y fiel al imperativo del trap y el hip hop, la obsesión por construir y reconstruir su propio relato se ha vuelto valor y estigma.
El máximo exponente del trap en Argentina ha encontrado, mejor que nadie, eso que Simon Reynolds observó, con distanciamiento inglés, del rap: “Las mil y una formas de decir ‘Soy el mejor’”.
Se encuentran, entonces, en Rockstar: DUKI desde el fin del mundo, dos potencias obsesionadas con las narrativas oficiales y, por lo tanto, controladas: Duki y Netflix. La certeza de que en el documental no se explorarán de manera crítica las sombras del cantante nacido como Mauro Ezequiel Lombardo se cumple acorde a las expectativas y a eso se le agrega que las luces tampoco son novedosas. Los testimonios están a cargo pura y exclusivamente del círculo íntimo: su familia, su equipo de trabajo y músicos bien allegados como Bizarrap, YSY A, Neo Pistea y Nicki Nicole.
Hay dos tramas paralelas que hacen avanzar el documental. Por un lado, la biográfica y por el otro los preparativos para su debut en River, con la conferencia de prensa que Duki interrumpió angustiado como primer disparador. En la primera adquieren valor los videos caseros que muestran al cantante en su infancia, uno de ellos tomado un día antes su cumpleaños número 5. Pero el relato de Mauro como el hijo rebelde, “quilombero”, dice él, reincide en distintas partes del largometraje, una sobrenarración propia del discurso trap.
Cuando la línea de tiempo llega a los años oscuros, el impacto del sufrimiento suena diluido, como una versión de repaso para cualquiera que haya escuchado sus canciones o leído entrevistas previas, sobre todo las del período 2017-2020. Eran tiempos en los que esos demonios aún estaban vivos y Duki hablaba con crudeza, por ejemplo, del consumo problemático de Alprazolam (chequear sus canciones “Xanax” y “Pastillas” o su entrevista con ROLLING STONE en 2018 y con LA NACION en 2020). La perspectiva que da el tiempo –los excesos parecen, felizmente, haber sido un problema del Duki de hace por lo menos un lustro– no estimulan aquí una lectura novedosa del asunto ni tampoco se desplazan a dramas actuales de peso.
En la línea narrativa que muestra los preparativos del show en River, el conflicto principal pasa por el armado de la lista de temas, un escollo menor en el derrotero de cualquier músico. A eso se le suma una insistencia de los testimonios en remarcar, como distintivo artístico, que Duki tiene la última palabra sobre todas las decisiones del show. Cuesta pensar que esa sea la excepción y no la norma en músicos de cualquier tipo de convocatoria.
El gran acierto del documental, que es poner en orden los acontecimientos, se evidencia al detectar los puntos de giro en la vida artística y personal de Duki. Ganar una edición de El Quinto Escalón –la competencia de freestyle por donde también pasaron Wos, Paulo Londra y Trueno– para grabar su primera canción y su transformación en pandemia para profesionalizarse aparecen en momentos precisos y se cuentan al detalle. Pero son momentos que desnudan también la falta de reinvención en el discurso híper controlado y estratégico del cantante y su equipo.
Todo quedó demasiado lejos, desde hace varios años. Duki cuenta sus problemas en pasado y los triunfos en presente. Aquel que cantara “Estoy caliente y estoy frío, no se llena en este vacío” en “She Don’t Give a FO”, una canción de 2017 que hoy sigue siendo la más escuchada y uno de sus picos de expresividad, en los últimos años ha llenado ese vacío pero no ha encontrado, siempre hablando en lo que respecta a sus canciones y sus declaraciones, otros vacíos en donde poner a flotar el deseo.
Asoma en el documental un posible nuevo vacío, aunque no se ahonda en él. Duki parece en una relación a veces tensa y a veces de placer cuando se activa la figura edípica del otro. Sus fans, sus amigos músicos, Emilia y su equipo de trabajo, lo muestran genuinamente cariñoso. A ellos, que encarnan su otro más cercano, más igual, se debe y se entrega cuando habla, en varios momentos, de “expectativas”. Desde sus inicios a River.
Pero también está ese otro, el que lo critica. Aquí, en el otro de la diferencia, se condensan aquellos contra los que no quiere confrontar porque ama (Charly García, que en los Gardel 2018 pidió que se prohíba el autotune), el periodismo de chimentos que lo ninguneó primero e intentó fagocitarlo después (Gómez Rinaldi con el pronóstico más que fallido de que en 5 años nadie se iba a acordar de él) y la generalización que en el documental aparece como el gran fantasma de Duki antes de River: los que dudan de su música, los que no lo van a legitimar nunca y están esperando sus tropiezos para caerle encima una y otra vez.
Por qué la angustia por la validación reaparece como marca en Duki en cada uno de sus pasos, es una pregunta que nadie en el documental le hace ni parece detectar incluso cuando eso podría destapar reflexiones más profundas y hasta posibles horizontes artísticos. Pero queda claro que la narrativa hoy pasa por mostrar otra cosa cuando Federico Lauría, CEO de la productora Dale Play, de la que Duki encabeza el catálogo, dice en el documental que “su mejor versión artística llegó con Mauro estando bien”. Una sentencia más que discutible en términos de la trascendencia de su obra y que en términos numéricos sólo se condice en la profesionalización y la convocatoria en vivo, no así en las escuchas en streaming, con su top 10 dominado por canciones publicadas antes de 2020.
Si Duki se ha encargado de relatar sus altos y bajos con crudeza detallada en sus canciones, cuesta encontrar en la mirada tersa de Rockstar: DUKI desde el fin del mundo un valor agregado a ese relato cada vez más oficial y sesgado, que tanto parecen gustarle a Netflix como modelo de documental de cualquier celebridad en los últimos años. A una vida de sobreexposición y sobrenarración se le confiere acá cierto orden y algunos registros visuales novedosos como valor agregado, pero que no iluminan desde una perspectiva novedosa y difícilmente puedan sorprender a propios y extraños.
“Te podés poner muy oscuro”, dice Duki recordando viejos tiempos. “Adentro de esa oscuridad me sentí muy bien, pero me absorbió mucho”. Habrá que esperar a su nuevo relato, seguramente en forma de canción, para saber si encontró una nueva oscuridad, que sea mejor, más adulta, pero igual de urgente a las que, junto a la luz que echó sobre ellas, lo volvieron el referente de su generación. Este documental, mientras tanto, tiene el sabor de un videojuego cuyas pantallas Duki se cansó de desbloquear hace rato.
 
 